por Nicolás Cantini, tetxo y fotos
Aún llena de pensamientos, soy una criatura más del río – Carina Sedevich
Una figurita difícil
Preparo el mate, doy una mirada a mi escritorio y, antes de arrancar a escribir lo que me dejó esta gran aventura, tildo con una marca roja el Pilcomayo de mi lista de ríos por bajar, pegada en la pared sobre un mapa ilustrado de América del Sur.
Muchos años pasaron para que la idea de ir a Bolivia en busca de este renombrado río se hiciera realidad. Complicaciones, falta de tiempo, falta de compañeros, imponderables o simplemente no se daba. Después de muchas horas de leer el cauce, intentar identificar rápidos y accidentes geográficos por Google Earth, fijamos fecha y, los primeros días de junio, salimos de Bariloche rumbo a Bolivia. Sin lugar a dudas, sería un viaje diferente, ya que bajaríamos el río en packraft. En viajes anteriores, siempre había combinado estos botecitos inflables con kayaks de mar, dándome así la posibilidad de cruzar grandes extensiones de mar o lagos para luego usarlos en ríos de montaña. Pero ahora, con lo mínimo (lo puesto), nos subiríamos al avión, llegaríamos al río, lo bajaríamos en packraft y volveríamos a Bariloche, como se dice en la jerga de montaña, en estilo alpino.
Recolectando información, encontré un video de una bajada similar a la que quería hacer en el Pilcomayo, pero en “Cataraft” (una balsa de rafting con remos laterales, ideal para cargar material). Curiosamente, era de un gringo cuyas publicaciones ya había visto en varias ocasiones y que me habían sido útiles en viajes anteriores. Este aventurero todo terreno recorre América del Sur desde el norte, en busca de aventuras en rincones poco explorados. Como digo yo, joyas no valoradas que nadie visita, vaya uno a saber por qué.
El Pilcomayo nace cerca de Sucre y atraviesa la ecorregión de la yunga boliviana hasta desembocar en el Chaco, una vasta región compartida por Paraguay, Argentina y Bolivia. Usando algo de la información de este viajero, planifiqué nuestra aventura. A diferencia de él, nosotros partiríamos de un pequeño poblado llamado San Josecito, en la región de Tarija, sobre el río Pilaya. Este río, más pequeño pero con hermosos rápidos, me llamó mucho la atención. Así, recorreríamos aproximadamente 80 km por el Pilaya, aparentemente sin descensos anteriores o al menos no publicados, hasta conectar con el Pilcomayo para hacer otros 120 km más, sumando un total de 200 km de ríos de montaña llenos de rápidos.
De alguna manera, no era una zona desconocida para mí, ya que hace muchos años bajé el río Bermejo desde su nacimiento casi en el altiplano boliviano hasta el Chaco, atravesando la yunga a puros rápidos. Quizá la diferencia más marcada con este viaje era que en el Bermejo el tramo de río con características de montaña fue más corto y de menor dificultad. Ahora, tendríamos que correr rápidos mucho más fuertes y largos sin ningún tipo de asistencia, incluso para ir livianos, con muy poco equipo de seguridad.
El equipo humano se consolidó casi sobre la fecha: Luciano Marpegan, compañero de hace años en el plano laboral y aventurero, alumno de la escuela de kayak que se motivó mucho; y Yamil Hechen, el cordobés que se sumó en los últimos meses para aportar con su experiencia y conocimientos de río, compañero también de otra locurita, disfrutar del viento con los deportes de vela.
A lo latino, tratando de que todo entrara en una mochila y engañando con el peso de los bártulos a los operarios de las aerolíneas, despegamos de Bariloche rumbo a Salta. Minimalismo a full: una mochila cada uno con todo, equipo para navegar, ropa y acampe, más algo de comida liofilizada para alivianar los petates. Muchas horas de espera en la escala de Buenos Aires, donde rancheamos en un rincón del aeropuerto con los aislantes desplegados y todo, usando los packraft como almohadas ya que los llevamos fuera de la mochila como equipaje de mano para no pagar sobrepeso.
Salta nos recibió a la nochecita con empanadas y vino, para salir a la madrugada siguiente en bondi a la frontera, muertos de sueño pero cargados de sueños. Cruzamos la frontera y arrancó la buena racha: taxi, conexión con otro amigo de este taxi y otra conexión con un familiar de este último taxi para, como cierre, subirnos a una camioneta y llegar en el mismo día a San Josecito, pueblito perdido en las sierras. Solo hubo un momento feo: subiendo por las zetas del camino, nos paró un control del ejército boliviano muy poco amable. Nos pusieron contra la pared y revisaron todo de una forma muy pero muy invasiva, tratándonos muy mal. Al día de hoy, no entendemos de qué se trataba el control.
Ya en el río, nos levantamos con una densa niebla. Inflamos los packraft, cargamos las mochilas con todo lo necesario para ocho días, cinchamos bien todo para no perder nada con las olas y nos lanzamos a la corriente. No se veía casi nada; el río descendía hacia la niebla, impidiéndonos ver qué podía aparecer. Apenas unos mil metros después de comenzar a navegar, nos topamos con un dique de piedra y una trampa para peces que los habitantes del pueblo utilizan para atrapar algunos ejemplares. Nos bajamos de los botes para pasarla y nos mojamos hasta la cintura; nunca más estuvimos secos.
Aparecieron los primeros rápidos y nos acercamos al primer cañadón, donde el río se une en un solo cauce. Esto nos permitiría ver el caudal real del río y saber si íbamos a tener un escenario similar al que habíamos planeado según el nivel del río en las fotos satelitales. Entre paredes, olas y la bruma levantándose, continuamos nuestro descenso con una confianza fortalecida por la belleza natural.
Desde el momento en que apareció el sol hasta el final del día, vivimos de todo: rápidos que corrimos a vista, otros en los que paramos a mirar y elegir la línea, e incluso uno que corrió un packraft solo mientras nosotros buscábamos la pasada. Todavía hoy no entendemos cómo se fue por la corriente solo, porque estaba sobre la playa, pero por suerte el cordobés se tiró al agua y lo pudo rescatar; de lo contrario, estábamos al horno.
Este primer día nos sirvió para acomodar bien la carga, entender cómo navegaban los botes en los rápidos tan cargados y adaptarnos a la dinámica del río.
Con el final de la jornada llegó el primer acampe, en un codo del río frente a una pared de rocas naranjas llena de vegetación, en una playa de arena bien fina y llena de leña. La temperatura era óptima, cálida, teniendo en cuenta que salimos de un otoño-invierno muy crudo en Bariloche. Para nosotros, estábamos en el Caribe, salvo por la presencia muy molesta y multitudinaria de jejenes (bautizados ya en viajes anteriores como garrunchos). Como sabíamos que iba a ser así, habíamos navegado todo el día vestidos con ropa común, bien mojados, no para protegernos del frío sino de los garrunchos. Cuando nos relajamos en el campamento, bajamos la guardia y fuimos vorazmente picados, al punto tal que yo casi pierdo la visión de un ojo y Luciano, en su periplo de ir al baño en la peor hora, casi se liga un decadrón. El cordobés sacó su arma secreta para estas alimañas y nos dio a cada uno una red para cubrirnos la cara mientras estábamos fuera del río. Por suerte, en el agua, navegando, nos dejaban en paz.
El entorno del Pilaya es fantástico. El río serpentea por cañadones muy profundos, el cauce está lleno de cuevas, recovecos y grandes rocas que generan lindos rápidos con pequeños escalones. La selva a los costados es exuberante y de las paredes cuelgan claveles del aire y otras especies cuyos nombres desconocemos. Tuvimos la suerte de ver muchas aves: tucanes, algún martín pescador, jotes de cabeza negra y roja y, como broche de oro, el cóndor o jote real que nunca habíamos visto.
Nos llevó dos días muy interesantes navegar el Pilaya, sorteando todos los rápidos. Fue muy lindo y nos sirvió para seguir adaptándonos para lo que se venía: un Pilcomayo con más agua.
Llegamos a la unión del Pilaya con el Pilcomayo, y nos recibió con fuertes boilers que casi sumergieron por completo los packraft, al punto de casi volcar. Inmediatamente después de pasarlos, nos dimos vuelta para ver cómo le afectaban a Luciano, que venía más atrás. Para su fortuna, tuvo la suerte (que lo acompañó casi todo el viaje) de que se desarmaran debajo de su bote y pasó sin sobresaltos.
Continuamos río abajo, ahora por el gran Pilcomayo, un río del cual había escuchado historias desde chico y que ahora estaba navegando, rumbo al Chaco, contento y disfrutando el momento. A pesar de que pasan los años, sigo en esto; me hace sentir bien, confirmando mi elección de vida. Sigo como cuando tenía 20 (con algunas diferencias físicas, pero sigo).
El cañadón del Pilcomayo es mucho más amplio y, cada tanto, es interrumpido por valles chatos que nos hacían remar y remar por planos durante horas. Si bien nos quejábamos por tener que atravesar agua plana en estos patitos inflables, que tan buenos son en rápidos, tengo que aceptar que su desempeño en planos no fue tan malo. Extrañé mi kayak de mar, pero para este viaje no había chance alguna de usarlo.
Siguieron los campamentos en lugares soñados, los amaneceres y atardeceres, los mates y conversaciones en el río y sus márgenes. Llegaron los rápidos más fuertes: algunos los corrimos con una simple miradita sobre los packraft y otros intentamos buscar la mejor línea, pero como varios son bien largos, una vez que estábamos dentro era como ir a vista, ya que la línea elegida no teníamos ni idea de dónde había quedado. Llegaron también algunas nadadas y rescates, pero todo dentro de un marco de control.
Si hay algo que tengo que destacar en esta salida fue la buena onda, predisposición y actitud positiva del equipo. Creo que no vimos fauna terrestre por todo lo que nos reíamos en el río. Si bien en este recorrido tuvimos que poner en juego todos nuestros conocimientos sobre ríos de montaña, nuestra amplia formación en todo tipo de terrenos, en lo que al kayak se refiere, nos dio muchas herramientas para poder movernos de forma segura y eficiente. Emprendimos esta aventura con seguridad, una seguridad que nos dio quizás la cantidad de ríos, mares y remadas que hicimos anteriormente por todos lados.
Durante gran parte del recorrido por el Pilcomayo, nos cruzamos con habitantes de las comunidades cercanas pescando. En los lugares planos, utilizaban chalanas (botes de madera navegados por dos personas, uno rema y el otro tira una red circular), y en los rápidos, pescaban desde las piedras o en pequeñas pasarelas de madera colgadas de una piedra a otra. Cuanto más nos acercábamos al final (Villa Montes), más gente veíamos instalada en el río, como si cada uno tuviera asignado su lugar de pesca. Era todo un misterio para nosotros; incluso compartimos los lugares varias veces, nosotros estudiando algún rápido y ellos pescando.
Al terminar el viaje, develamos el interrogante: durante estos dos meses, el sábalo sube por el río en cientos de miles, y estas comunidades aprovechan estos meses de bonanza para arrimarle unos fideos a la olla con la venta de pescado. Algunas de las pasarelas y jaulas eran verdaderamente peligrosas para nosotros, con altas chances de engancharnos cuando corríamos los rápidos. Esto nos llevó a tomar la decisión de portear algunos de estos chorros, como les dicen ellos, para evitar estos objetos extraños en el río. Fue un espectáculo cultural digno de ver, con comunidades enteras viviendo a la vera del río en condiciones muy precarias, pescando todo el día.
A los últimos kilómetros del río, antes de salir de las sierras y entrar en el Chaco, los llaman “El Angosto”. Realmente es un cañadón muy estrecho con grandes paredes a ambos lados y una ruta tallada en altura donde solo pasa un camión a la vez, digno de ver. Navegando abajo en el río, te sientes ínfimo.
Y así, el río Pilcomayo, que trae agua de toda la yunga, no para, no se detiene y sale victorioso después de todos estos rápidos, saltos y cañadones para acunarse en el gran plano chaqueño, donde se transforma en un río de planicie, manso y calmo, que baña las costas de Villa Montes, nuestro final. Llegamos a la ciudad, desarmamos las cosas, desinflamos los packraft y, en unos minutos, caminábamos por el centro comprando cositas para comer a los vendedores ambulantes.
Años anteriores, se me había cruzado la idea de hacer también en kayak de travesía el tramo de Villa Montes al Paraguay (Pilcomayo inferior), pero en este tramo el río desaparece, se pierde, no desemboca directamente, lo que lo convierte en un río endorreico.
Y así pasó un viaje más y, con él, más agua bajo nuestros botes.