El 24 de diciembre de 1971 Julianne Kopcke y su madre se dirigieron al aeropuerto de Lima, otra navidad tan blanca en las historias infantiles como cálida y desapacible en el altiplano peruano,24 grados entremezclados con nubes achaparradas y corrientes de viento andinas. Abordaron el vuelo 508 de LANSA con 93 pasajeros con destino a la ciudad de Pucallpa, en plena Amazonia Peruana, donde su padre, un reconocido Biólogo alemán las esperaba para celebrar la Navidad.
“Estaba muy contenta de terminar el curso y visitar a papi en su nuevo trabajo. Me prometió íbamos a clasificar juntos las fichas de insectos y coleópteros andinos: cucarachas de 20 centímetros, hormigas urbícolas y nuevas especies de mariposas. Orgullosa estaba de mi reciente graduación y de poder pasar junto a mi familia los tres meses de estación biológica que correspondían a mis padres como responsables del nuevo programa de investigación de historia natural de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde ambos trabajaban. Otra vez unas vacaciones en plena selva amazónica con los mejores profesores de ciencias naturales del mundo. ¡Qué más podía pedir!”
El vuelo 508 partía con retraso. La compañía Líneas Aéreas Nacionales S.A. no se caracterizaba por el cumplimiento estricto de los horarios establecidos. Hacía poco había perdido dos de sus tres aviones y los requerimientos de seguridad y compromisos administrativos lastraban los tiempos comprometidos. Hans, el padre de Julianne, hubiera preferido que volaran con Faucett Perú, de mayor prestigio y resolución, pero una semana antes de la reserva carecía ya de billetes.
“El vuelo entre Lima y Pucallpa debía durar cincuenta minutos y a los treinta minutos de vuelo se comenzó a nublar el cielo. Recuerdo un paisaje espectacular y muy cercano, claros y nubes dejaban paso a los colores perennes de la jungla. Esponjas verdes, quietas, tan mullidas como densas no dejando entrever un ápice de tierra. Todo era armoniosamente bello y acompañaba mis sentimientos de júbilo pre-vacacional. Mi madre complacía mi sonrisa con una mano sobre la mía. Con ella a mi izquierda y el paraíso a la derecha me sentía poderosa, dichosa. Una reina.
Poco a poco los claros eran los menos y las nubes se agrisaban, el movimiento de la aeronave acompasaba los pasadizos cada vez más esponjosos. La luz dejó de entrar con intensidad por mi óculo, difuminando las sombras y el semblante de nuestra vecina, acongojada y presa de manos y pánico desde que partimos de Lima.
El traqueteó derivó en pequeñas sacudidas y éstas en latigazos asumibles. El repentino silencio humano en el tubo metálico dio paso a los sonidos grotescos de la máquina. Algunos maleteros vomitaron objetos personales dejando caer las viandas de nochebuena sobre nuestras cabezas. Mientras, pitidos y crujidos indescifrables precedieron a una voz que para entonces sonó divina:
“Señores pasajeros les informamos que la zona de turbulencias que estamos atravesando se debe a una importante tormenta sobre la selva Amazónica. Abróchense los cinturones…
Fue una tempestad enorme, el cielo se puso completamente negro. Hubiera sido posible regresar a Lima o desviar, pero como era Navidad todos querían llegar junto a sus familias. Seguramente el piloto pensó igual, quiso pasar la tempestad y se metió de frente a la tormenta. El alivió debutó con un suspiro generalizado, no así los movimientos cada vez más bruscos de la máquina. Yo fijaba la vista en el motor derecho como recurso virtual a mi falta de apoyo físico. La fría humedad de la mano de mi madre delataba su consabido sufrimiento.
En ese punto, el viaje se tornó en la aventura de mi vida cuando una inmensa y cegadora luz atravesó el ala derecha que yo contemplaba. El avión se escoró rápidamente y comenzó a caer picado gobernado ahora únicamente por la ubicua gravedad. “
La causa del accidente responde a un patrón típico de la aviación comercial bajo tormenta. El piloto habría estado volando a altura media para evitar el cielo denso y así poder vislumbrar la pista de aterrizaje, cuando una ráfaga de aire descendente habría empujado y desequilibrado la aeronave produciéndose la fractura posterior debido, probablemente a algún rayo y a la baja calidad de unos materiales sin el mantenimiento preciso que se merecía la última nave de la LANSA: un Lockheed Electra L-188 turbo propulsado.
“Todo trascurría lento para el recuerdo, pero raudo en su desarrollo. El avión se partió en dos, justo delante mía a unas filas de la cola, por momentos la ingravidez acompañó la sensación de vértigo de un abismo visible a nuestro alrededor. Mi madre desabrochó forzada su mano de la mía para no volver a tocarla viva nunca más. El aterrador sonido de las turbinas que ahora se alejaban era de despedida y el fuerte olor a combustible desparramado me mantuvo lúcida hasta poco antes del impacto. Me esperaban 3000 metros de caída libre antes de llegar a ‘mi’ alfombra verde.”
Julianne estaba encadenada al asiento cuando éste se desprendió del fuselaje, lo que le salvó la vida. Según la investigación posterior el centro de gravedad del conjunto pasajero-asiento determinó la posición protectora durante la caída sobre una ladera muy tupida y densa unos 2 kilómetros por debajo del avión. La inclinación de la montaña acompaño la trayectoria (efecto trampolín de esquí) y el asiento sirvió de coraza para mitigar los latigazos de las copas de los árboles.
“Me desperté sentada en el mismo asiento, como iniciando otro viaje pero, esta vez, al infierno. Había tres cuerpos desmembrados a mí alrededor, creía que se trataba de una pesadilla y me volví a dormir por unos instantes. Cuando creí volver en sí me atraganté de realidad. Cuerpos inertes colgaban de los árboles, hierros, asientos, ropas y maletas desparramadas por la selva, humo, mucho humo y crepitar de combustiones desperdigadas hasta donde la espesura de la jungla dejaba distinguir. Estaba sola, muy sola y desconcertada. Tenía 17 años.
Me tomé un tiempo para incorporarme física y mentalmente a mi nueva angustia. Aturdida y muy mareada concluí que no tenía grandes heridas, apenas unos cortes en la pierna y en el ojo y un dolor fuerte en clavícula y rodilla, nada que no me permitiera deshacerme de las ataduras del asiento para ponerme en pié. Tan sólo unos cuantos pasos sin gobierno y rumbo me separaban de la peor imagen de toda mi vida. El cuerpo inerte de mí querida madre… Agarré su mano y cerré los ojos esperando que el tiempo diera, por primera vez, un pequeño paso atrás. ¿Soñaba?… ¿Vivía?….No sabía.”
Julianne estuvo inconsciente unas tres horas y cuando despertó se encontraba en tierra, sentada sobre su butaca, y rodeada de la más densa selva. El hecho de haber caído con su butaca, y que ésta cayó sobre la espesa vegetación le salvó la vida. Estaba perdida en algún lugar de la selva entre Lima y Pucallpa. Tenía la clavícula fracturada y un ligamento de su rodilla derecha seccionado. Unas 77 personas de los 91 pasajeros habían fallecido en el accidente y lo otros 13, fueron incapaces de sobrevivir a la selva. Los restos del percance estaban desperdigados en un área de unos 15 kilómetros.
“Nada puede superar el terrible dolor que sentía por entonces. Era el momento de sobrevivir o entregarse a los caprichos del destino, a los encantos del azar. ¿Por qué me tocó a mí vivir esa experiencia? ¿Por qué sobrevivir así es más doloroso que morir allá arriba? Las preguntas duraron lo que tardé en escuchar la voz de mi padre, lo que tardé en recordar su abrazo, su olor, su inmenso cariño, su increíble hazaña de llegar, a pie, de Recife (Brasil) a Lima (Perú) durante todo un año. No estaba ya sola.
Aprendí de mi padre el amor por la naturaleza, la vida y costumbres de muchos de los seres que ahora me rodeaban. Un año y medio viviendo en la estación biológica hacían de aquél lugar un sitio no tan extraño para mí. Sabía imitar el sonido de la tarántula. Había estado oteando nuevos pájaros apenas hace unos meses, coleccionando insectos anónimos hasta el bautizo paterno.. Estaba en casa y mi padre me esperaba para la cena….”
Después de comer algún fruto y los restos de alguna vianda que encontró, abandonó el lugar de la tragedia tras observar la llegada de los primeros carnívoros depredadores. Siguiendo las directrices de su padre buscó la fuente de agua más cercana para seguir su curso y buscar ayuda. Lo que Julianne no sabía es que se encontraba a más de 600 Km. de cualquier núcleo habitado.
La jungla con la que se encontró tenía las mismas características que la de la estación biológica de sus padres, donde ella había vivido por un año y medio. Eso fue fundamental para su supervivencia, ya que conocía la vegetación y a los animales.
“Yo sabía cómo me tenía que comportar en ese bosque Busqué primero muchas horas a otras personas; gritaba, llamaba y no había nadie. Antes de la primera noche encontré un pequeño manantial que me sació de agua y esperanza parar seguir un curso. Aproveché un pequeño barranco para pasar mi primera noche y guarecerme de la incipiente lluvia.
Me acordaba de que mi papá me había dicho que si te pierdes en el monte y no puedes salir porque los árboles son uno igual que otro, entonces tienes que encontrar agua que corre y seguir la corriente, porque los riachuelos desembocan en arroyos más grandes y después de cierto tiempo en ríos y ahí se puede encontrar ayuda. En eso pensé y decidí salir a buscar ayuda.
El 26 de diciembre se me acabaron los caramelos y golosinas que encontré arriba. No volví a comer nada en la selva. El temor por comer los frutos silvestres venenosos me llevó a ignorar la llamada gástrica. Seguí caminando con el mismo sentido que el agua, buscando mayores flujos.
Dos días más tarde la luz seguía atrapada en aquél ‘techo verde’. Nada parecía cambiar en el paisaje salvo mi ánimo y el tipo de canto de algún que otro pájaro. Reconocí entonces el sonido de uno cuyo hábitat sabía se movía cerca del bosque bajo, al lado de ríos algo más caudalosos. El Uirapurú es un bello pájaro que canta sólo al amanecer y al anochecer, cuando está construyendo su nido haciendo callar al resto de aves de su entorno. El gran río estaba cerca.
El 1 de enero, el río era ya nadable. Los reptiles y animales se apartaban a mi estela lo que me sugería posible presencia humana. Me pasé el día nadando y flotando a merced de la corriente, procurando no sumergir las heridas abiertas para no convocar el festín de las pirañas. Mis piernas no daban ya para andar ni aguantar mi peso. Débil y exhausta varé en una de las orillas arenosas dejándome llevar por la inconsciencia. Al despertar divisé una vieja barca escorada en la ribera.¿Estaba despierta?… incapaz ya de distinguir el síncope del sueño.
Alcanzarla fue todo un desafío, el cuerpo apenas respondía a estímulos. Reptando conseguí llegar a la embarcación y divisé lo que parecía ser un pequeño refugio. Dentro, de la selva, había un motor viejo y un bidón con algo de gasolina. Sólo tuve fuerzas para derramar el combustible en la herida de mi cuello, infestada de larvas de ‘mosca tornillo’. Con la idea de fumigar la plantación de ‘mis’ gusanos caí de nuevo, derrotada por el escozor, la fiebre y el cansancio.
Los vacíos se mezclaban entonces con recuerdos y sueños y la realidad se fundía con los deseos. Las voces de mis padres amortiguaban la lasitud y el sufrimiento mientras la consciencia luchaba por discernir entre todos esos estímulos…
El 2 de enero 1972 Unas voces de ángeles confundieron de nuevo. Eran tres cazadores y madereros que casualmente venían a cobijarse a su refugio. Al verme tirada ahí, medio desnuda, famélica, piel a jirones y regada por la lluvia me confundieron con ‘La diosa del Agua’ un ser mitológico que poblaba las leyendas y fábulas de la zona. Como tal me trataron, proporcionándome los primeros auxilios, comida, abrigo… Tras 10 horas de navegación en su canoa, alcanzamos el puesto de salud, donde me inyectaron los primeros antibióticos y me extrajeron los más de 70 gusanos escondidos bajo mi piel. De ahí partimos a la estación misionera donde pasé tres largas semanas recuperando cuerpo y ganas. ¡Gracias!»
En el pueblo de Tournavista Julianne dio detalles precisos del lugar del accidente para movilizar a las patrullas y así localizar los restos. Sólo constataron el infierno y la ausencia de más supervivientes. Si bien se supo que en los primeros días ella pudo escuchar el sonido de helicópteros que buscaban sobrevivientes, una semana después de la caída del avion habían suspendido la búsqueda. Juliane fue trasladada en trasladada en avión hasta Pucallpa, donde fue internada en el hospital. Allí, se reunió con su padre, en un emotivo reencuentro.
En 1998 Julianne a volvió al lugar mismo de la colisión aérea para filmar el documental «Wings of hope» (“Alas de esperanza”) dirigida por Werner Herzog y revivió cada momento que le tocó vivir. Tambien se realizó una película “Milagro en el Infierno Verde” de Giuseppe Scotese. Actualmente Julianne es una reputada bióloga y reside en Alemania.