13 años camino a un carta
Era enero del 2003 y estábamos enamorados, en esa etapa del enamoramiento donde si te preguntan cómo te llamás, tenés que pensarlo un rato para lograr responder. Nos habíamos conocido hacía sólo 3 meses y aquella sensación magnífica que nos recorría cada partícula del cuerpo era lo único que podía importar. En ese preciso momento, llegó el primer viaje que, sin saberlo, empezaría a marcarnos.
Él se iba por primera vez al norte argentino de mochilero con un amigo, y aunque los cuerpos eran un éxtasis de primavera, galaxias, y planetas chocando, con nuestros escasos 19 años sabíamos que para que todo eso realmente perdure teníamos que hacer las cosas bien. Por eso Javi me dijo:- «me voy», y yo sonriéndole y conteniendo el vértigo le contesté:-«claro que sí».
Cuando después de varios días volvió despeinado, contento y lleno de experiencias nuevas, me dio una carta que había escrito durante un viaje de 5 días en el tren de carga del ramal C14 con destino a Socompa. Ahora, recordando, es el momento donde la garganta se hace nudo y la vista se empaña, porque fue la carta más linda que alguna vez me hicieron. Empezaba con un “… Princesa…”, dulce y tierno, y seguía con una descripción de los lugares increíbles que estaba descubriendo, de los pequeños pueblos perdidos en la puna y la gente hermosa que conocía a lo largo del recorrido. Me hablaba de atardeceres en el desierto, de noches infinitamente estrelladas en los techos de un vagón, de las sensaciones nuevas e inexplicables que ese viaje le estaba dando, me decía que todo a su alrededor hacía que me recuerde continuamente porque era tan mágico y hermoso como yo, y por último casi como prediciendo el futuro ponía:- «Ahora mientras escribo con agua en los ojos en medio de algún lugar perdido en la montaña, sólo sé que la próxima vez que vuelva tiene que ser con vos…».
Se lo conoce como el tren de las nubes porque nació así, como su nombre, increíble como historia de cuentos. En el año 1921 se construyeron vías a lo largo de 570 km de cordillera que subían hasta los 4475 metros de altura, donde la única tecnología disponible eran: pico, pala, carretillas, barreta y dinamita… no era algo lógico, pero el Ingeniero Maury junto a cientos de obreros y trabajadores viales lo creyeron real. Por eso Socompa nunca va a poder ser un simple paso fronterizo, una estación de tren abandonada o un nombre al pasar, porque al igual que los salares, desiertos rojos y montañas milenarias que lo rodean, siempre va a tener la fuerza de lo inconquistable.
Habíamos dicho 43 cruces, pero los dos sabíamos cuál había sido siempre el único que verdaderamente importaba. Tal vez por eso lo dejamos para lo último de esa temporada, aunque tendría que haber sido el tercer paso que nos tocaba. Tal vez por eso estábamos llenos de miedos y dudas que nos paralizaban y, seguramente por eso, cuando terminamos el cruce Libertadores en Mendoza y estábamos a más de 1200 km de Salta, manejamos durante un día entero sin dormir para de una vez por todas dejarnos de dar vueltas y animarnos a concretarlo.
Pero, como los miedos, nervios y expectativas que uno se genera con las cosas importantes no vienen solos… todo empezó mal. Estaba preocupada por un dolor de rodilla que tenía hacía varios días y, en Socompa, las distancias sin ningún tipo de contacto con la civilización eran grandes. Si a eso le sumaba el pésimo estado de un camino que sólo era utilizado por alguna que otra camioneta 4×4 minera, cuatriciclo o moto, más los famosos vientos del oeste y la inestabilidad del clima, lo que podía ser una simple fatiga de rodilla, se convertía en un enorme peso y responsabilidad. Si decidía salir pedaleando a Socompa sea como fuere, tenía que llegar.
Después de cargar agua y saludar al único poblador que se veía por el pueblo, salimos de Salar de Pocitos. El primer objetivo era Tolar Grande, un lugar con mucha carga emotiva para los dos. Conocíamos esa parte del camino porque no era la primera vez que andábamos por esa zona y la sensación de estar haciéndolo en bici era maravillosa. Teníamos que cruzar el Desierto del Diablo, donde una llanura rojo Marte se mezclaba con formaciones increíbles, y hasta ahí decidimos llegar ese día. Acampamos en medio de aquel lugar sacado de una película de ficción, para poder disfrutarlo como lo habíamos imaginado. Entonces, algo pasó, y fuera de todo lo que podíamos prever no era la rodilla.
Primero fue un dolor fuerte en el estómago, después vómitos y diarrea. Estábamos totalmente aclimatados y una vez más, el confiarnos nos había jugado en contra. La noche anterior habíamos comido frituras y todo tipo de alimentos pesados en San Antonio de los Cobres. Me sentía muy mal. Javi me miraba asustado, me daba agua, me preguntaba cómo estaba y yo no podía más de vómitos y bronca. Durante toda esa tarde y esa noche no paré de entrar y salir de la carpa. Tomé Reliverán y litros de agua para mantenerme hidratada, pero la vomitaba una y otra vez. A la mañana siguiente estaba mejor, pero el cuerpo no quería saber nada. Las alternativas no eran muchas: volver atrás, pedalear, caminar o arrastrarme hasta Pocitos donde el camino no tenía mucho desnivel, convencer al cabeza dura de mi coequiper para que continuara, y abandonar definitivamente, o intentar llegar hasta Tolar Grande como sea, con subidas, altura y todo lo que eso significaba… ver cómo me sentía, descansar y entonces sí tranquilizar a Javi para que si fuera necesario, lo pueda hacer él solo. No lo pensé mucho más, y cuando Javi me preguntó cómo me sentía, le dije que mucho mejor- Agarre la bici, repetí para mis adentros firme y decidida:- «Tolar Grande» y empecé a pedalear. La actuación de mujer indestructible me duró sólo hasta la primer subida, entonces Javi inmediatamente se dio cuenta que estaba débil y me retó un largo rato, pero después lo entendió y la marcha se volvió lenta pero hacia adelante. Dejé de exigirme, caminé cuando fue necesario, disfruté del paisaje, me guardé cada rinconcito de esa inmensidad y para cuando nos dimos cuenta, ya estábamos entrando a Tolar.
Charlamos mucho y discutimos posibilidades, hasta que Javi habló claro y sin lugar a cuestionamientos:- «esto lo empezamos juntos y lo terminamos juntos, sin vos no voy a ningún lado». La decisión final fue 1 día de descanso en el queridísimo refugio de montaña de Tolar Grande que, durante varios años nos había dado hermosos amigos y recuerdos. Lo que pasó fue lo que tenía que pasar, a la mañana siguiente hablamos por última vez con nuestras familias, les avisamos que íbamos a estar varios días sin dar señales y salimos con las narices rojas de frío rumbo a Socompa.
Habían pasado 13 años desde esa carta que inició todo y ahora, cruzábamos el Desierto de Arizaro pedaleando despacio, envueltos del silencio más lindo e intenso que pueda recordar. Las vías del tren nos acompañaban a un costado del camino y yo tragaba saliva, imaginaba a ese chico de 19 años, despeinado, con los pies colgando del vagón del tren y la mirada perdida en ese horizonte infinito, y me imaginaba también a mí con 19 años a kilómetros de distancia insensatamente enamorada, extrañándolo y preguntándome dónde y cómo estaría.
Lloraba suave, disfrutando las lágrimas. La vida me parecía tremendamente perfecta. Cuando Javi se acercó a hablarme no fue necesario decirnos nada, él también tenía la mirada brillosa y profunda, de esas que sólo se logran cuando lo que te atraviesa es mucho más que tus propios pensamientos.
Caipe, Chuculaqui y la entrada a un nuevo mundo
El camino era una recta larguísima rodeada de 1600 kilómetros cuadrados de salar y más adelante, al final de aquella huella, un gran paredón de montañas se levantaba imponente como señalando la puerta de entrada a un nuevo mundo.
Cada kilómetro que avanzábamos sin viento en contra era un enorme «Gracias!!!» seguido inmediatamente de un nervioso pedido: «Por favor que dure!!». Cruzar aquel enorme desierto de sal sin una de sus principales dificultades, era extrañamente tranquilizador.
El camino recto giró y dejó de ser tan recto, el salar fue quedando atrás y las piernas tuvieron que tomar protagonismo. Una subida larga y difícil nos llevaría hasta la estación Caipe. La podíamos distinguir a lo lejos, muy muy arriba entre las montañas, como pequeños puntos que significaban llegada, descanso y hogar. Un viejo cartel señalaba la dirección a tomar para llegar a la estación. Abandonamos el camino de ripio suelto y nos desviamos por una entrada de asfalto que insistía con seguir subiendo. Cuando terminamos de subir un poco más y otro poco, aparecieron nuevamente las vías del tren y apareció Caipe.
Las construcciones estaban completamente arrasadas por el tiempo, había varias casas, una iglesia y finalmente la estación, que recorrimos entre pisos que crujían y objetos oxidados. Era un lugar triste y maravilloso, tenía el romanticismo y la lucha del hombre por conquistar imposibles… pero también la fuerza inabarcable de todo aquello que lo rodeaba. Abajo, el Salar de Arizaro se apoderaba del horizonte entero, las luces se volvían rosas y celestes, las edificaciones dejaban de ser ruinas para camuflarse en el paisaje y nosotros, mientras tanto, armábamos la carpa, tomábamos mate, preparábamos la cena, con movimientos mecánicos e irracionales… sin duda, también esa tarde quisimos abandonar el cuerpo para volvernos nubes, atardecer y montaña.
«Yo ahora era libre, podía hacer lo que se me antojara…Matarme si quería…Pero eso era algo ridículo…
Y yo…Yo tenía necesidad de hacer algo hermosamente serio, bellamente serio: adorar a la vida.»
Roberto Arlt
En Tolar Grande, Lorenzo, uno de los baqueanos de la zona, nos había recomendado salirnos de la ruta y agarrar directamente por las vías del tren porque el camino era todo arena y subida, y las vías estaban más firmes y sin tanto desnivel. Por eso, al día siguiente en vez de bajar nuevamente a la ruta nos subimos a las bicis y abandonamos Caipe hacia Chuculaqui, la próxima estación que nos esperaba por las antiguas y legendarias vías del ramal C14.
Estábamos felices y si había algo que faltaba para completar ese viaje, era poder llegar pedaleando por las vías del tren. La ilusión duró apenas unos 200 metros, porque el camino firme quedó sepultado bajo piedras de todo tipo y tamaño. A partir de ese momento nos bajamos de las bicis, empezamos a empujar y no dejamos de hacerlo durante largas y agotadoras horas. Las ruedas se trababan una y otra vez entre las piedras. Las bicis cargadas parecían aumentar su peso y tamaño con cada nuevo paso. La ruta de arena por la que tendríamos que haber agarrado se alejaba cada vez más, dejándonos como única opción aquel suelo de rocas imposibles y el avance era tan desquiciadamente lento que la cabeza empezaba a fallar. Protestábamos con la vista clavada en el suelo, porque apenas levantar la mirada el camino se volvía una enorme e insoportable inquietud. La mejor opción era continuar arrastrando los pies, empujar un poco más y repetir para adentro «chuculaqui, chuculaqui, chuculaqui..» como si por cada vez que la nombráramos la tuviéramos más cerca.
Apenas pudimos, dejamos las vías y tomamos la ruta, pero Lorenzo no se había equivocado y ahora las ruedas de las bicis se enterraban en la arena y la lucha era exactamente la misma sólo que con un elemento natural distinto. Cuando doblamos una curva y apareció la calma de la montaña, se vio completamente interrumpida por dos ciclistas exhaustos que gritaban y saltaban sin reparos: -“Chu-cu-laqui, chu-cu-laqui, chu-cu-laqui!!!”…esta vez era cantado y a lo barrabrava.
Chuculaqui para la ya desaparecida lengua kunza o diaguita atacameña significaba: MUY LUCHADOR…recién ahora puedo entender por qué al nombrarla una y otra vez como si fuera un hechizo, nos ayudaba a seguir. Con su nombre milenario y su camino inalcanzable, nos mostró límites y fuerzas que aún desconocíamos…las ilimitadas fuerzas de la voluntad.
En Tolar Grande, Lorenzo, uno de los baqueanos de la zona, nos había recomendado salirnos de la ruta y agarrar directamente por las vías del tren porque el camino era todo arena y subida, y las vías estaban más firmes y sin tanto desnivel. Por eso, al día siguiente en vez de bajar nuevamente a la ruta nos subimos a las bicis y abandonamos Caipe hacia Chuculaqui, la próxima estación que nos esperaba por las antiguas y legendarias vías del ramal C14.
Estábamos felices y si había algo que faltaba para completar ese viaje, era poder llegar pedaleando por las vías del tren. La ilusión duró apenas unos 200 metros, porque el camino firme quedó sepultado bajo piedras de todo tipo y tamaño. A partir de ese momento nos bajamos de las bicis, empezamos a empujar y no dejamos de hacerlo durante largas y agotadoras horas. Las ruedas se trababan una y otra vez entre las piedras. Las bicis cargadas parecían aumentar su peso y tamaño con cada nuevo paso. La ruta de arena por la que tendríamos que haber agarrado se alejaba cada vez más, dejándonos como única opción aquel suelo de rocas imposibles y el avance era tan desquiciadamente lento que la cabeza empezaba a fallar. Protestábamos con la vista clavada en el suelo, porque apenas levantar la mirada el camino se volvía una enorme e insoportable inquietud. La mejor opción era continuar arrastrando los pies, empujar un poco más y repetir para adentro «chuculaqui, chuculaqui, chuculaqui..» como si por cada vez que la nombráramos la tuviéramos más cerca.
Apenas pudimos, dejamos las vías y tomamos la ruta, pero Lorenzo no se había equivocado y ahora las ruedas de las bicis se enterraban en la arena y la lucha era exactamente la misma sólo que con un elemento natural distinto. Cuando doblamos una curva y apareció la calma de la montaña, se vio completamente interrumpida por dos ciclistas exhaustos que gritaban y saltaban sin reparos: -“Chu-cu-laqui, chu-cu-laqui, chu-cu-laqui!!!”…esta vez era cantado y a lo barrabrava.
Chuculaqui para la ya desaparecida lengua kunza o diaguita atacameña significaba: MUY LUCHADOR…recién ahora puedo entender por qué al nombrarla una y otra vez como si fuera un hechizo, nos ayudaba a seguir. Con su nombre milenario y su camino inalcanzable, nos mostró límites y fuerzas que aún desconocíamos…las ilimitadas fuerzas de la voluntad.
Donde vive lo absoluto
Hay un lugar donde el silencio es tan extraordinario que podés escucharlo, donde se levantan montañas tan fascinantes y majestuosas que la vista no logra apartarse de ellas y uno olvida hacia dónde va y de dónde viene. Hay un lugar que existe por sí mismo, independientemente de cualquier comparación o relación con cosas concretas…donde vive lo absoluto.
Salimos de Chuculaqui con los cuerpos cansados, pero sin que eso importe demasiado. La mañana estaba hermosa, no había viento y eso ya estaba dejando de ser un golpe de suerte para convertirse en un premio merecido al chico de 19 años y su carta de amor, al tiempo esperado y compartido, a los obstáculos y distracciones superadas, al creer ilógico y desgastante de utopías inalcanzables, al no haber olvidado el camino.
No había viento, porque Javi con los ojos aguados y el corazón entero puesto en un trazo 13 años atrás, lo había pedido. El recorrido que ese día nos llevó hasta Socompa, lamentablemente dejó de ser un relato posible. Podría contarles de caminos serpenteantes que subían y bajaban montañas eternas en medio de uno de los paisajes más colosales y asombrosos que se pueden llegar a imaginar, intentar describir el sonido del silencio, el aire espeso entrando a los pulmones, la aridez de la piel curtida por el sol y el frío, mostrarles la imagen de lo que éramos, de lo que sentíamos: sólo un pequeño y diminuto punto en lo absoluto… aún así, nada de lo que escriba o muestre lograría la descripción exacta de lo que se vive, cuando es tan profundo e intransferible.
Llegamos a Socompa y nos esperaba Gendarmería y Carabineros, con la humildad y la generosidad a la que nos tienen acostumbrados. Éramos las primeras personas que los visitaban ese año así que nos obligaron a quedarnos un día más, para poder comer pan casero y compartir historias. La mañana que nos fuimos y cruzamos a Chile, nos entregaron un papel escrito a mano con nuestros nombres y tres palabras que nunca más nos iba a sonar de la misma forma: «Paso Portezuelo Socompa»
Uniendo el principio con el fin
Dos días más tarde, después de bajadas que nunca bajaron, de volver nuevamente a las vías del tren (pero del otro lado de la Cordillera), nos encontramos con un valle de formaciones volcánicas maravilloso que nunca hubiéramos descubierto por la ruta normal. Después de arrastrar los pies por más y más arena, abandonados de toda paciencia, llegamos.
En enero, San Pedro de Atacama había sido el objetivo inicial, el primer lugar al que llegar, el principio de la temporada. Ya estábamos a finales de marzo y el círculo cerraba sin que lo hubiéramos planeado. Nuevamente llegábamos al lugar, pero esta vez para ponerle un fin. Era un fin momentáneo y necesario. La satisfacción de lograr los 7 Cruces del norte, la alegría incomparable de tener Socompa, los 11 kilos menos de Javi y los 5 míos, el desgaste de dos cuerpos que querían estar justo así: cansados, usados…felizmente agotados de sentirse vivos.