“La fuerza de lo Natural»
Son las 3 de la madrugada. No sé por qué, pero me despierto, quizás por los sueños monotemáticos y recurrentes que tengo durante los días previos a la salida: yo remando en un lago planchado, yo remando en un lago agitado, yo surfeando olas de 5 metros con el kayak. Pero ese día me doy cuenta de que no soy la única que tiene grabado en el inconsciente las pocas horas que faltan para empezar la travesía. No. Lo primero que escucho una vez abiertos los ojos es la voz de Andrés que soñando me pregunta:-¿cómo está el lago? .Claramente no le respondo. Lo miro, me río y le susurro:- shhh, tranquilo.
El calendario tenía fecha de partida 18 de marzo, pero el Nahuel quiso que nos demoremos 24 hs más. Ese día, la Patagonia amaneció ventosa, fría y lluviosa. Y Prefectura (porque para hacer este tipo de travesías uno tiene que presentar una carta solicitando permiso, un listado y fotos del equipo, incluyendo los elementos de seguridad) nos llamó a las 8 de la mañana avisando que el puerto estaba cerrado (se dice así cuando las embarcaciones tienen prohibido salir a navegar por las condiciones climáticas).
Menos mal que las cosas salieron así y no de otra manera: además de que el clima no era el mejor, la noche anterior nos habíamos acostado super tarde. Estábamos cansados por las idas y vueltas de los preparativos, nos habíamos estresado porque la radio VHF (otro obligatorio para hacer este tipo de travesías) no funcionaba… en fin, necesitábamos un día de nada, y ese 18 de marzo en lugar de remar, dormimos como morsas.
A la mañana siguiente no había excusas: un sol que raja la tierra, calor de verano y una brisa de viento. El día ideal para salir a remar. El Nahuel nos espera como pocas veces se lo ve: pacífico, quieto, como la pileta del jardín de mi casa. Mientras una amiga nos lleva con los kayaks, las bolsas secas, los remos y todo el equipo en su Fiat 147. La emoción de estar a punto de empezar nos pone la piel de gallina.
El km 0 es en Bahía López, ahí nos esperan tres Prefectos que con una carpeta y un ckecklist en mano, revisan con lupa que todo el equipo esté en condiciones. Después de media hora de ordenar y poner todo en su lugar, saludamos a nuestra amiga, nos despedimos de los Prefectos (y ellos se despiden de nosotros sacándonos una foto mientras entramos en el agua), y partimos.
Después de las primeras remadas, freno, apoyo el remo sobre el cubre copickt, pongo mis manos sobre el agua y cierro los ojos: «sólo necesitamos 17 días de vos en paz». Acto seguido, Andrés me dice:- bueno Sánchez, a Bariloche vinimos para esto. Y le respondo con una sonrisa y ojos saltando de adrenalina. Y pienso que más allá de la aventura, éste es un viaje de purificación. Por eso el agua, hoy y ahora.
El Nahuel Huapi es un lago de origen glaciar compartido entre las provincias de Río Negro y Neuquén, y vive dentro del Parque Nacional Nahuel Huapi, el primer Parque Nacional de Argentina. Su superficie, 557 km2, lo ubican en el cuarto puesto dentro de los lagos más grandes de nuestro país. Su profundidad máxima es de 464 metros y tiene siete brazos o ramificaciones: Campanario, Huemul, Última Esperanza, Rincón, Machete, Blest y Tristeza. La vuelta completa, incluyendo brazos e islas, suma aproximadamente 400 km.
En el siglo XVI toda esta zona estuvo poblada por pueblos llamados ténesh o poyas, habitantes milenarios del Nahuel Huapi también conocidos como «vuriloches» (gente del otro lado de la montaña) por los mapuches. Al lago llegaron militares españoles, misioneros jesuitas de Chile y la figura más emblemática de la Patagonia argentina, el perito Francisco Pascasio Moreno, que remontando el río Limay arribó a la costa este del lago. Él fue quien donó las tierras para que tiempo después se creara el Parque Nacional.
No sabemos cuántos le habrán dado la vuelta completa. Quizás muchos o quizás menos de los que imaginamos. Pero poder sentirnos al menos por un ratito en la piel de aquellos primeros exploradores que vaya uno a saber qué pensaron cuando se encontraron con tan titánico lago, es como convertirnos en los protagonistas de una película fantástica y épica a la vez. Porque salvaguardando las distancias de tiempo y espacio, el agua sigue siendo la misma. Y el escenario, también.
Empezar la travesía en Bahía López tiene un lado B: sí o sí debíamos salir con poco viento. Es que a la izquierda están los brazos Tristeza y Blest, los más largos y complejos del Nahuel Huapi. Y sumado a que saliendo de la bahía, el lago empieza a abrirse hacia la derecha, hacer estos primeros kilómetros con el lago picado hubiese sido una odisea peligrosa para dos principiantes kayakistas. En su lugar, navegar este tramo con 0,0 km/h de viento es una bendición tan azarosa como improbable.
Además del desafío de salir de la bahía, se suma el de cruzar «La tabla», unos paredones altísimos que con viento se convierten en la zona más peligrosa y expuesta a las olas del Nahuel. Pero el día de la salida es el día de yapa. Dejando atrás la península LlaoLlao, y con esas paredes de piedra tan imponentes, nos sentimos como en la película “Querida, encogí a los niños”, diminutos, frágiles y vulnerables, pero sobre un lago sedoso y tranquilo. Algo que casi nunca se da.
La inmensidad y nosotros.
Y nada más. Ni nadie más.
Al mediodía, y después de dos horas de remada, paramos a almorzar en la península San Pedro. Estacionamos los kayaks entre unas rocas, sacamos una de las cuatro bolsas de 1 kilo de frutos secos que compramos y maldecimos a quien las preparó: hay un exceso de pasas de uva. Tomamos un puñado y de 10 frutos secos, 7 son pasas. Todo bien con las pasas, pero presentimos que a la semana ya las vamos a odiar.
Las horas pasan y avanzamos en piloto automático. Entramos en el brazo Campanario y la luz de la hora dorada vuelve este instante surreal: el agua está tan baja que tenemos que sumergir sólo la punta del remo para poder avanzar, subimos los timones para que no peguen con la arena, vemos que la luna se asoma llena y de la nada empieza a sonar de una de las casas de la costa una ópera de Pavarotti a los cuatro vientos. Frenamos en una playa y así como quien se bautiza, nos damos nuestro primer chapuzón en estas aguas mágicas del Nahuel. A las 8 de la noche y con los últimos rayos del sol, llegamos a playa Bonita, nuestra parada del día. Habemus remado 40 km. Nuestros primeros 40 km en el Nahuel Huapi.
Salimos de playa Bonita con una leve brisa del este. El reloj marca las 11 de la mañana y la proa del kayak apunta hacia la isla Huemul en una diagonal de casi 3 km. En este lugar se dieron los primeros pasos en la investigación de la energía nuclear en Argentina. Hoy es solamente un área protegida de 75 ha. Su nombre viene dado del apellido de un antiguo poblador, Bernardino Guenul, y que por alguna cuestión que desconocemos (quizás por una deformación fonética o por referencia a una especie de ciervo nativa) se transformó en Huemul.
Muy cerca de la isla vemos la proa de un barco semi hundido. Le damos la vuelta y la claridad del lago nos permite ver parte de la quilla, la cubierta y su popa clavada en la arena. La historia nos sumerge en sus profundidades: de 1948 a 1965 era una lancha torpedera de la Armada Argentina, que luego fue vendida y convertida en una lancha de paseo turístico. «Don Luis» prestó servicio en la ciudad de Mar del Plata, pero después fue vendida y trasladada a Bariloche donde fue utilizada como lancha de paseo en el Nahuel Huapi, uniendo puerto San Carlos-isla Huemul entre los años 70 y principios de los 90.
En julio del 93 una fuerte crecida del lago dañó por demás las instalaciones del puerto San Carlos y provocó el hundimiento de «Don Luis». Una vez reflotado fue trasladado a la isla Huemul, pero quedó abandonado y varado en la costa durante años. Nuevas crecidas hicieron que se hundiera muy cerca del muelle en aguas poco profundas. Hoy sólo se asoma su proa, sin mucha más suerte que la que le tocó.
Al lado de Huemul hay dos islas mucho más pequeñas llamadas, informalmente: Gallinas y Huevo. Le damos una vuelta a las tres y sin intenciones de hacerlo, empezamos a entrenar la mirada.
A diferencia de las demás islas, los paredones de piedra de Gallinas esconden multiplicidad de formas. Lejos de ser uniformes y prolijos como otras paredes, se agrietan, sobresalen, se hunden y se quiebran exageradamente. Las islas están alfombradas de piedras anchas y redondas de colores verde, naranja, marrón, gris y violeta. Cualquier amante del fen shui se volvería loco y querría cargarlas en su bote para decorar sus ambientes zen. Es que este sitio, así como está, es zen y mágico a la vez.
Frenamos, acomodamos los kayaks en la orilla y sacamos de uno de los tambuchos el termo, la pava y la cocinita para calentar agua para unos mates. Mientras cortamos un poco de membrillo para acompañarlo con unas galletitas de agua, Andrés me dice:- todo lo que hacemos, lo hacemos por y para ésto. Y me quedo pensando en su reflexión mientras observo esos botes de plástico que con sus remos nos permitieron llegar hasta acá.
Sí, lo que hacemos (viajar, sin importar el medio que elijamos para hacerlo) es para sentir el éxtasis que nos regala todo ésto que nos rodea. Y aunque quizás para muchos ese todo sea nada, es esa nada la que nos completa. Estamos en el medio de un lago, sentados en la piedra de una isla, escuchando el sonido del agua, tomando unos mates, un lunes a las 12 del mediodía
Nos subimos otra vez a los kayaks y vemos que lo profundo empieza y termina infinidad de veces siguiendo la intermitencia de un fondo que a simple vista parece que no termina nunca. De turquesa se convierte en azul océano, y a pesar de ese abismo sin transición, nosotros seguimos flotando gracias a estas superficies amarillas y rojas que nos contienen.
Empiezo a traducir esos mensajes que la naturaleza tiene para nosotros. Me alejo de la isla unos pocos metros y veo que la piedra que se asoma es igual a la piedra sumergida. «Como es arriba es abajo, como es abajo es arriba» dice la ley de la correspondencia. «Como es afuera es adentro, como es adentro es afuera». Y respiro el mundo enfrente que se encuentra frente a mí.
Sigo observando y pienso: «en la naturaleza, hasta la muerte es bella». Los árboles verdes que crecen con sus raíces firmes en la tierra son tan espectaculares como los árboles color ceniza que se apoyan con sus raíces al sol y que sirven de hábitat para reptiles, aves y roedores. En este lugar, como en todos los lugares del mapa donde la naturaleza habita, conviven la vida y la muerte. El inicio y el fin, el infinito y lo finito, lo intraterreno que no vemos y el planeta como lo conocemos.
De las islas nos vamos hacia el centro cívico de Bariloche y lo recorremos como pocos: desde el agua. La parada del día es en Dina Huapi, una localidad a 15 km al este de la ciudad, un lugar que está entre la estepa y el lago.
El Parque Nacional Nahuel Huapi tiene tres ambientes bien diferenciados: el altoandino, el bosque y la estepa. El altoandino se da a los 1600 metros de altura, es frío y húmedo, su relieve es escarpado y predominan lagunas, lagos de altura y mallines. El bosque se divide en húmedo y de transición (el que recorremos al navegar el lago). Y el último, la estepa, con un clima templado, semiárido y arbustos enanos, son el escenario donde las miradas se posan en el vacío, el vacío preferido de los guanacos patagónicos.
Es raro ver cómo el bosque empieza a perder colores de oeste a este. Teniendo la cordillera tan cerca, y como si estuviésemos en una clase de geografía, nos es inevitable recordar la lección sobre el ciclo del agua. Se evapora, condensa, precipita, se absorbe y el círculo vuelve a empezar cientos de millones de veces. Y toda esa agua queda del lado del bosque. La estepa, con sus colores pasteles y ocres, sigue viva, a su manera.
A las 8 de la mañana el lago estaba turquesa y el viento era una brisa. A las 11, el lago está azul plomo y las ráfagas que se están empezando a levantar nos dan un poquito de taquicardia. Caminamos de un extremo de la costa al otro mientras los kayaks esperan que tomemos alguna decisión. Estamos seguros de que si no fuesen seres inanimados nos estarían suplicando que dejemos de cambiar de opinión cada vez que nuestra mirada se clava en el oeste.
-¿Qué hacemos Sánchez? ¿Vamos o no vamos?
-Y no sé, ¿a vos qué te parece?
-Y… ¿es el tercer día y ya vamos a arrugar?
-Pero no se trata de arrugar, vos tenés más experiencia, ¿cómo la ves?
-Si metemos una recta hacia más o menos la mitad del lago y después bordeamos la costa, cortando la ola, vamos a llegar bien. Según Windguru no va a soplar más viento que éste. ¿Qué pensás?
-Y… está picadita la cosa. Pero dale, salgamos ya antes de que se ponga peor.
Dejamos la seguridad de la tierra, nos ajustamos los chalecos salvavidas y arrastramos los botes sin darnos tiempo a respirar. Es que en situaciones así, donde la ola rompe tan fuerte sobre la costa, el subirse al kayak se vuelve una prueba de equilibrio y velocidad: una ola puede desestabilizarte, puede entrar agua adentro del cockipt, y lo peor de todo, puede hacerte caer. Una vez flotando, siento que el viento va a arrasar con mi remo. Y lo que hasta hace dos días era un placer, hoy se vuelve una batalla. Este es el verdadero Nahuel, el que te hace sentir el corazón en la boca.
-¡Vení más cerca mío!
-¿Qué? ¡No te escucho!
-¡¡Que vengas más cerca mío!!
-¡Ésto no me gusta nada!
-¡Dale, metéle todo el huevo que puedas!
Las olas avanzan a paso firme una detrás de la otra, sin piedad. Son de un metro y medio…o dos metros…o no sé cuántos metros, pero son grandes y altas. Con cada ola la proa del kayak se me va hacia la derecha y tengo que meter timón con el remo para poder enderezarlo. La costa de enfrente se ve tan diminuta y lejana que en lugar de sentir las manos mojadas por el agua las siento húmedas pero por la transpiración. Se me vienen a la mente los consejos de mis entrenadores y sus palabras me autoflagelan: “¡siempre cerca de la costa! ¡Nunca vayan por el medio del lago!”
Estoy a punto de abortar la misión. Estoy nerviosa y pienso lo peor. Pero si pienso en lo peor hay más probabilidades de que me vaya a la mierda. Y si me voy a la mierda, ¿cómo hago para llegar a la costa? En estas condiciones Andrés no me va a poder ayudar con el autorescate. Y si se da vuelta él, ¿voy a poder ayudarlo yo? Estoy bloqueada. ¡No te bloquees! ¡Remá, carajo!,
-¡Vamos a meter un rectón hasta la costa de enfrente, no queda otra!
-¿Qué? ¡¡Estamos en el medio del lago, Andrés!!
-¡Mirá cómo pegan las olas allá! ¡Vamos, vamos que podemos!
-¡Yo no vine a ésto!
-¡Yo tampoco! Pero ahora vamos, dale. No aflojeés, por favor.
En voz baja le suplico a este Nahuel enceguecido que tenga piedad de nosotros, que nos deje llegar a la costa. Andrés me sigue dando indicaciones a los gritos sobre cómo agarrar la ola y me cuestiono por qué carajo salimos si no estábamos seguros, si veíamos que las olas cada vez eran más y más jodidas.
Confío. Confío en que vamos a poder. Avanzamos hacia la costa pero parece que se aleja. Avanzamos como caracoles. Me olvido de la técnica, dejo de remar con la espalda y toda la fuerza la hago con los brazos. Pero en un momento, sin darme cuenta, hago un click. Pará, lo estamos haciendo bien. Estamos controlando la situación, estamos tomando las decisiones correctas. Sin embargo no veo la hora de bajarme del bote y decirle a Andrés que ésta va a ser la primera y última vez que salgamos así.
Después de una hora y 6 km, llegamos a la costa. Dejo el bote como puedo, me bajo, respiro y noto que mis manos siguen temblando de miedo. Ya está, ya pasó. No sé de dónde sacamos tanto huevo pero lo que sí sé es que este día se termina acá. Basta para mí, basta para todos.
Al día siguiente el lago está más tranquilo. O quizás no está tan tranquilo como los dos primeros días, pero si ayer era una especie salvaje, hoy es un animalito del zoológico: nos deja mantener la proa derecha y conversar sin gritarnos.
Nos alejamos de la estepa y nos vamos metiendo otra vez en el bosque. Observamos las copas de los árboles, sus colores y contrastes. Observamos la vida que hay en la tierra. Algunos verdes son tan intensos que no podemos quitarles la vista. Vemos bahías puntiagudas, otras rodeadas de paredones altos, están las redondeadas y las que tienen piedras que sobresalen del fondo y que las olas tapan.
Hoy, además del bosque, quedamos obnubilados por los detalles en movimiento: las gotas que rebotan sobre las piedras en slowmotion. Esas gotas que quedan huérfanas de su madre-ola, que quedan flotando, pero en el aire. Y también vemos al pato de los torrentes, que estira sus alas de pluma para cazar insectos, alimentarse y seguir. Y cuando volvemos a posar los ojos en el bosque, me doy cuenta de algo: la naturaleza no es perfecta. Está llena de imperfecciones: troncos pelados y caídos, árboles tupidos y flacos, picos de montañas áridos y pedregosos, laderas vacías y playas que hacen doler los pies con sus piedras irregulares.
En la mente radica nuestra construcción ideal y errónea de lo perfecto, porque lo que el hombre cataloga así, simplemente no existe en ningún orden de la vida. Y es por eso que me llama la atención el bosque: porque hoy logró contradecirme y reformular una premisa que creía exacta y cierta: la naturaleza es perfecta…no, la naturaleza es perfecta en su imperfección.
La ciudad de Bariloche se convierte en un punto lejano y el cerro Tronador se lleva todos los halagos.
Hace miles de años, gran parte del territorio del Parque Nacional Nahuel Huapi estuvo cubierto de glaciares, pero los cambios climáticos dieron pie a que esos hielos empiecen a derretirse. Así se formaron valles, lagos y ríos. Hoy esos glaciares milenarios están en la cumbre del Tronador (su nombre alude a los desprendimientos de hielo que provocan sonidos estremecedores). Tiene 3478 metros y es el pico más alto dentro del Parque.
Los planes del día cambian: en lugar de seguir hacia el brazo Huemul, y teniendo en cuenta que los próximos tres días anuncian vientos fuertes, decidimos cruzar hacia la isla Victoria para descansar y conocer la isla a pie. Desde donde estamos son 5 km en línea recta y a lago abierto, pero como ahora está calmado, no corremos ningún riesgo.
Mis intenciones de llegar remando sola, se agotan. Andrés me mira, asiento sin decir una palabra y engancha el remolcador en la proa del kayak para darme una mano. No es que ahora deje de remar y sienta que estoy en una góndola de Venecia, pero al menos llego sin hacer tanto esfuerzo.
A las 6 de la tarde llegamos a la mágica playa Piedras Blancas. Pero eso lo dejamos para el próximo capítulo.
La Vida de Viaje
Andrés Calla y Jime Sánchez, viajan en bicicleta desde enero de 2013. El primer gran viaje fue por Argentina, uniendo Ushuaia-La Quiaca a lo largo de 6600 kilómetros durante 9 meses. En este viaje recorrieron el Litoral, el Noreste, el centro del país y ahora comenzaron a recorrer los lagos del sur. En su blog se pueden ver todas sus historias.