por Marcelo Hostar texto y fotos
Como cada verano, mi corazón anhela descubrir los secretos de la Patagonia, esa tierra de extremos donde los glaciares tallan la historia en hielo eterno.
En esta aventura, me acompañaron dos almas valientes: Marcelo Zanotti, de Bariloche, compañero de travesías legendarias como la vuelta a la isla de Chiloé, y Francisco Pandolfi Jiménez, joven prodigio de las aguas bravas, novato en expediciones pero con una técnica que desafía a la naturaleza misma.
Partimos de Caleta Tortel, surcando el Canal Baker y el estero Neff, hasta enfrentar el temido porteo de 300 metros, donde en el pasado, el destino probó nuestra resiliencia con esguinces y rodillas traicionadas. Tras 100 kilómetros, y 50 más allá, nos esperaba el glaciar Bernardo.
Acampamos en rincones familiares, esos pocos refugios que nos brinda la marea y el clima, siempre en compañía de gegenes y tábanos, cuyo zumbido se convierte en la banda sonora de nuestras noches. El repelente Off era apenas un susurro frente a su insistencia.
El refugio del glaciar Bernardo fue nuestro santuario contra la furia de los elementos, donde chubascos caprichosos y un sol tímido nos recordaban la volubilidad de la naturaleza.
El glaciar, testigo de mis visitas en 2016 y 2020, mostraba su vulnerabilidad ante el tiempo, retrocediendo unos 5 kilómetros en siete años. Un evento dramático dividió su frente, dejando tras de sí una cueva de hielo que exploramos con la ilusión de hallar tesoros de eras pasadas.
Los témpanos dispersos en la laguna eran gigantes adormecidos, y nosotros, navegantes prudentes, esperábamos la marea alta para admirarlos en su plenitud, evitando las implosiones traicioneras que buscan un nuevo equilibrio.
Desafiamos puentes naturales de hielo, atravesándolos con un respeto reverencial, conscientes del peligro que acechaba en cada arco cristalino.
Un día, mientras Francisco ajustaba su GoPro, fuimos testigos de cómo una piedra de hielo se desprendía con estrépito, un recordatorio de la fragilidad de este mundo congelado. Esa noche, una ola provocada por un desprendimiento sacudió el lugar donde habíamos estado, fracturando el hielo que antes nos había cobijado.
Nos maravillamos ante un coloso de hielo azul, un monumento natural de 80 metros de largo que, horas más tarde, se partió en dos, víctima de la presión y las corrientes ocultas bajo el glaciar.
Tres días después, el glaciar Tempanos nos recibió, también retrocedido, revelando nuevos secretos en su frente.
La edificación de la Conaf, abandonada desde la pandemia, fue nuestro refugio improvisado. A pesar de los colchones cómodos, las pulgas nos dejaron recuerdos que picaban en piernas y vientres, excepto para el afortunado Fran.
Una escalera deteriorada casi me cobra caro, pero la fortuna estuvo de mi lado, y solo sufrí rasguños que sané con desinfectante y determinación.
Los gegenes, esos incansables habitantes de la Patagonia, nos acosaban sin tregua, mientras que los tábanos, disuadidos por la llovizna, nos concedieron un respiro. Contrario a lo que muchos podrían pensar, la ausencia del sol fue una bendición disfrazada.
Una vez listos, nos lanzamos en nuestros kayaks hacia el glaciar, cuyo frente se extendía a 4 km de distancia. Aunque su retroceso era menos pronunciado que el del Bernardo, la diferencia era visible desde mi última visita hace 7 años. En un lateral, descubrimos una cueva de hielo, un santuario secreto donde el viento catabático nos envolvía con su frío abrazo.
Navegamos a lo largo del frente glaciar, capturando su majestuosidad en fotografías y esperando, con cautela, algún espectáculo de rotura. Sin embargo, la naturaleza se mantuvo serena.
Nuestro viaje continuó hacia el valle del río Kaweskar, donde remontamos 15 km para alcanzar el lago que acoge la lengua del glaciar Occidental. En estas expediciones, siempre me encuentro con lo inesperado… y esta vez no fue la excepción. Tres helicópteros Robinson 44 emergieron del valle, una visión tan sorprendente como imposible. Marcelo y yo intercambiamos miradas de desconcierto, preguntándonos si serían rescatistas en busca de algún aventurero perdido.
Aterrizaron cerca, y al acercarnos, descubrimos que eran viajeros como nosotros, pero con medios más lujosos. Gente de Osorno, exploradores del cielo que nos recibieron con papas fritas y cerveza, compartiendo historias y sorpresas.
Después de seis horas luchando contra la corriente, llegamos al lago, donde los témpanos anclados en la naciente del río nos recibieron como guardianes silenciosos. El glaciar se erguía imponente al fondo, un espejo del legendario Upsala. Encontramos un lugar de acampe y, tras recuperar energías, exploramos el frente glaciar. A diferencia de otros, este se mantenía sólido, sin desprendimientos visibles, aunque sabíamos que bajo la superficie, enormes bloques de hielo esperaban su momento para emerger.
El sector sur del frente mostraba más actividad, donde la presión entre la montaña y el glaciar daba lugar a espectaculares roturas. Nos quedamos varias horas, absortos en la belleza del paisaje, incluso sin la presencia del sol. El agua era abundante, y aunque el calafate aún no estaba maduro, la promesa de futuros postres colgaba en el aire.
Guiados por Fran, descendimos el río y continuamos nuestro camino de regreso a Tortel. Esta vez, el sol se hizo presente, al igual que nuestros incansables compañeros, los gegenes y tábanos. Nuestro retorno nos llevó por el canal Norte de la isla Merino Jarpa, evocando la épica batalla de los 300 en el angosto paso de las Termópilas.
Tras 17 días y 560 km, llegamos a nuestro destino, un aserradero junto al río Baker. Satisfechos por lo vivido, especialmente Fran y Marcelo, que descubrieron maravillas desconocidas, nos preparamos para el regreso. Un último baño en el río nos liberó de nuestros “perfumes” de aventura, y aunque nuestras ropas pedían clemencia, nuestros espíritus estaban más vivos que nunca.
Información General:
La Armada, guardiana de los mares, nos solicitó detallar nuestro recorrido y los posibles santuarios de descanso para un seguimiento preciso a través del localizador Delorme InReach. Este artefacto, testigo de nuestra odisea, registraba nuestras coordenadas diarias, tejiendo un mapa de nuestra travesía en la inmensidad patagónica.
Con la prudencia de un capitán, negociamos con una lancha de rescate, estableciendo un precio de salvamento desde el confín más remoto, un pacto de seguridad en la vastedad del sur (de U$S 3000 hacia abajo, según la distancia). Un seguro contra la incertidumbre, aunque deseábamos no tener que desembolsar ni un centavo.
La empresa “Energía Confiable” nos proveyó de paneles solares y baterías, nuestros aliados en la carga de cámaras, drones, celulares y GPS. Eran los heraldos de la tecnología en un reino donde la naturaleza dicta sus propias leyes.
El mapa cartográfico, ese pergamino de exploradores, fue nuestro compañero silencioso. Aunque la zona ya era un viejo conocido, el mapa se convirtió en nuestra brújula cuando la bruma densa nos envolvía o cuando las corrientes de marea, siempre adversas, intentaban desafiar nuestro curso.
Vestíamos trajes secos, armaduras modernas en dos piezas, que nos brindaban confort en la batalla contra los elementos, fuera de los dominios helados de los glaciares.
Las lonas de Tyvek, tan ligeras como resistentes, nos ofrecían suelo y techo, transformando cualquier rincón en un refugio bajo las estrellas. Y aunque los gegenes intentaban perturbar nuestro descanso, su presencia se diluía en la oscuridad nocturna.
Bolsas estancas y cabos eran nuestros escudos y espadas, asegurando los kayaks contra las mareas caprichosas y sirgando valientemente a través de ríos indómitos.
Las noches se coronaban con comidas termoestabilizadas, “Sabor de Reyes”, un festín digno de los valientes que desafían el fin del mundo.
Y al alba, un desayuno de campeones nos aguardaba: cereales, barritas energéticas y, por supuesto, el mate, esa infusión que nos recordaba que, sin importar lo lejos que estuviéramos, el corazón de Argentina latía con nosotros.