Mountain Bike

Paso Roballos, Cruce de Los Andes en Bici

noviembre 16, 2018 — by Andar Extremo

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Mountain Bike

Paso Roballos, Cruce de Los Andes en Bici

noviembre 16, 2018 — by Andar Extremo

Siguiendo a Nación Salvaje por el paso Roballos de la mano de Javier Rasetti y Marisol López en bici.

Texto Marisol López Fotos Javier Rasetti

1

Dante me dijo que quiere ser ciclista, pero también rapero, futbolista, surfer, baterista y hippie. Él es mi pequeño sobrino, y a sus 7 años quiere ser casi todo lo que descubre. Menos las matemáticas y la escuela, todo le parece exageradamente extraordinario. El otro día se sacó la remera para mostrarme sus músculos diciendo:-“Tía, mira la fuerza que tengo”. Antes de poder agregarle alguna respuesta a mi sonrisa de tía enamorada, se quedó pensativo unos segundos y me largó una de sus preguntas: “cuando cruzan los desiertos y las montañas, ¿no se cansan?”. Se quedó observándome expectante, con los mismos ojos que yo alguna vez había mirado a mi papá cuando me sacaba caramelos de las orejas, y por unos segundos casi no logro aguantar la tentación de responderle segura y con firmeza que no, que nosotros nunca nos cansamos, para que me siga mirando así un ratito más, para mostrarle mis músculos y decirle lo fuerte que soy, pero no pude: “Sí Dantito, nos cansamos mucho. Pero por suerte la fuerza más grande que tenemos no está en los músculos y aunque no lo creas, es casi inagotable y vos también podes usarla. Se llama voluntad”

2

Donde habita la nada
Me levanté los lentes de sol para frotarme los ojos porque la gotas de transpiración que bajaban desde la frente se mezclaban con la capa de tierra que me cubría el rostro haciéndome fruncir el ceño y achinar la mirada. Había frenado la bici de golpe en medio de la ruta con una urgencia que de no encontrarme rodeada por kilómetros de amplia y desértica estepa, quizás hubiera llamado la atención. No había pinchado ni tenía ningún problema grave, pero clavé los frenos con tanta determinación que hasta yo estuve por dudarlo. No siempre era así. Habitualmente las paradas eran el momento esperado, el pequeño objetivo: “Pedaleo hasta la sombra del cartel y paro a tomar agua”, o la gran llegada: “En el río tomamos unos mates”. Pero esta vez estaba cansada, y no era del tipo de cansancio físico que pueda medir o regular, era el amo y señor de todos los cansancios, el mental.

3

Terminé de secarme la transpiración con la cabeza gacha y la vista clavada en aquel suelo de rocas y tierra suelta. Levantar la mirada en esos momentos era mucho más que un simple movimiento, significaba volver al camino interminable de sol, estepa y desierto. Necesitaba descansar del horizonte, reducir el mundo a unas cuantas piedras de formas y tamaños distintos, que unos segundos atrás habían sido enemigas del avance, pero de a poco se iban volviendo aliadas y cómplices del aquí y el ahora. Sólo algunos minutos fueron suficientes para ponerme en pausa. La roca pequeña me mostraba sus brillos, la más grande tomaba la forma de un caracol, y toda mi vida se recortaba por un instante en un simple pedazo de ripio. Cuando finalmente levanté la vista para retomar el mundo donde lo había dejado, Javi ya pedaleaba muy lejos, y su silueta pequeña e insignificante me recordó la infinitud que aún me esperaba por recorrer.
:-«Pero Sol para qué sufren? Qué ganas de pasarla mal, che»…
Volví a subirme a la bici para comenzar a pedalear muy lentamente.
:-«No sufrimos Dai, no te preocupes. Sufrir es perjudicial y nosotros últimamente no paramos de crecer y hacernos más fuertes».
Mi hermana no terminaba de entendernos. Los moretones en las piernas y kilos de menos, los fideos con aceite y queso de rallar durante meses, los rostros arrugados por el sol, la mirada brillosa y agotada de las fotos. Pero yo, que a veces la conocía mejor que ella misma, sabía que probablemente era porque aún nunca se había puesto a caminar hacia algún imposible.
Pasaron varias horas debatiéndome entre el cansancio y el deseo, hasta que una ráfaga de viento llegó con fuerza para sacudirme y obligarme a que me afirme a todo lo que quedaba por delante: el manubrio y los sueños.

4

-«Por ahí no hay nada…»
De a poco la luz del sol comenzó a debilitarse indicándonos el momento de buscar algún lugar donde armar la carpa reparados del viento, que para ese entonces soplaba cada vez con mayor intensidad. Javi me señaló un arbusto que podría ser de ayuda e inmediatamente bajamos de las bicis para analizar si era una buena opción y, apenas nos colocamos detrás de él, la sorpresa nos generó una carcajada de alivio. El viento desaparecía por completo, era un arbusto, pero tenía la coraza de un paredón.
-«Pero es estepa, no hay nada»
Armamos la carpa detrás de aquel protector arbusto que nos permitió disfrutar con calma de nuestra hora preferida, cuando el cielo jugaba a los colores y la luna se apresuraba a salir.
-«No hay nada de nada»
Cada vez que esa frase se repetía en distintas situaciones y personas, nosotros no podíamos evitar pensar cómo sería un lugar donde no hay nada. Lo imaginábamos como un abismo eterno, un agujero negro cubriéndolo todo, una ceguera blanca y espesa a lo largo de cientos de kilómetros. Nada=Ninguna cosa. Atardecía en la estepa y mientras calentábamos agua para el mate, un coirón travieso nos pinchaba con sus hojas punzantes y un grupo de choiques se asomaba tímidamente a lo lejos. Era un hábitat dura e incomprensible para los hombres que manejan la vida únicamente con la razón.

5

La Cordillera
«Cuando ustedes me hablan de Los Andes, lo hacen como si fuera alguien, un ser vivo. Y yo lo creo hermoso y movilizante, pero aún no logro ver más que un cordón de montañas»
Subí agitada los últimos metros de una cuesta larga y, cuando finalmente llegué a la cima, las palabras de aquella charla con Miguel, nuestro gran amigo español, cobraron otro sentido. A mi espalda, bajo los rayos del sol del mediodía, se despedía la llanura inagotable de la estepa. Por delante, emergía imponente ella, una gran cadena de montañas que podía llegar a resultar hermosa como una obra de arte o la sonrisa pícara de un niño. Pero mientras la respiración se hacía más profunda y el corazón aminoraba lentamente su ritmo, entendí que así como no es lo mismo observar una obra de arte que crearla, o disfrutar de la sonrisa de un niño que hacerlo sonreír, tampoco podía resultar igual contemplar la Cordillera que vivirla.
Miguel me había soltado esas palabras buscando alguna explicación, con los ojos profundos de quien esconde una duda latente que aún no logra resolver. Pero no fue necesario hablar para que lo entienda, porque hacía tiempo que él también era de los que le escapan a las certezas. Había algo en esas montañas que yo nunca iba a ser capaz de responderle.

6

Me quedé observándola un rato largo sobre la cima de la cuesta, inmóvil, como hipnotizada, y cuando Javi llegó a mi lado frenó de golpe. Se secó la transpiración y también la contempló sonriente, repitiendo una vez más ese momento que de a poco se había vuelto un ritual necesario, un tocar el timbre en casa ajena, un golpear de manos en la puerta, un permiso educado y respetuoso antes de entrar. Después de varios kilómetros de estepa, estábamos llegando a La Cordillera de los Andes.
Sabíamos perfectamente lo que venía de ahora en más, y aunque cada paso cordillerano tuviera su propia personalidad y carácter, el proceso era casi idéntico. La llanura se volvía cerros, el aire se corporizaba y todo lo que nos rodeaba cobraba tal espectáculo, que era difícil no observarlo atónitos desde la pequeñez de un insecto que habita un templo sagrado. Y así como de a poco habíamos aprendido a disfrutar de aquel primer sacudón sin que esa sensación de pequeñez nos vuelva torpes y tontos, evitando que el miedo a sabernos vulnerables nos genere frases tan humanas y ridículas como «hay que ganarle» o «sea como sea tenemos que llegar», también éramos conscientes que lo que enseñaba la montaña no sólo era aplicable en sus geografías.

7

Seguimos la ruta serpenteando entre cerros cubiertos por vegetación baja de tonos amarillos. Las subidas y bajadas se volvieron una constante, y el horizonte dejó de ser predecible. Si queríamos averiguar qué nos esperaba más adelante, no quedaba más opción que avanzar, así fue como a la vuelta de un cerro nos topamos con una laguna llena de flamencos rosados, con un río rodeado de árboles verdes y frondosos que nos permitieron descansar un rato del sol mientras paramos a almorzar, con más de 10 cóndores planeando justo sobre nuestras cabezas de cuellos estirados y ojos sin pestañear. También la noche fue llegando para cerrar el ciclo de otro día más en el Paso Roballos, y nos encontró sin sorpresas, comiendo frente al fuego detrás de otro arbusto insulso e insignificante con la coraza de un paredón. Y es ahora cuando me parece imprescindible aclarar que aunque este relato así como el paisaje fue cambiando de colores y matices a medida que avanzábamos, la banda sonora nunca dejó de repetirse, por eso la lectura de este texto debería ir acompañada de principio a fin por un sonido persistente e inalterable, entrándote de a ráfagas por las orejas, despeinándote los pelos. El viento nunca paró y nosotros ya no nos quejábamos. En un par de soplidos se había llevado la poca resistencia que nos quedaba, dejándonos un poco más dóciles, callados y pacientes.

8

En la tarde del tercer día desde que salimos de Bajo Caracoles, llegamos a la frontera. Tres árboles torcidos, una pequeña construcción y la bandera argentina agitándose sin cesar en la punta de un mástil, era todo lo que representaba el puesto de frontera en medio de un amplio valle, donde el viento que bajaba de las montañas aprovechaba para tomar envión y seguir su camino atropellando lo que encontraba a su paso, que en esta oportunidad eran 4 gendarmes originarios del norte argentino cumpliendo con su trabajo muy lejos de casa. Nos dieron agua caliente para compartir unos mates, y mientras nos apretábamos para entrar detrás de la única pared que podía darnos reparo, nosotros aprovechamos para bajar material y liberar tarjetas de memoria y ellos, con la mirada melancólica del desarraigo, para protestar por lo bajo una vez más, por lo lindo de las tardes en familia durante el calor del verano, las guitarreadas, el acento, la añoranza al hogar. Para ellos éramos dos desconocidos que pasarían de largo como tantos otros, pero sin embargo no dejaban de hablar, porque también éramos la única posibilidad de ser escuchados de vez en cuando y en esas latitudes sólo eso ya era más que suficiente. A unos pocos kilómetros se encontraba el puesto de frontera chileno, y aunque era un tramo bastante corto, lo que nos tendría que haber demorado un rato se convirtió en horas. La razón de semejante tardanza no era extraña y mucho menos preocupante. Estaba la montaña, estábamos nosotros y los momentos, el momento de apurar la marcha, el de aguantar el cansancio, el momento de partir, el de enfocarse y, en este caso en especial, ese por el cual todos los demás cobraban sentido: el momento de arrancar en lo profundo y sin ninguna culpa un instante preciso de Cordillera y guardarlo para el resto de nuestros días. Porque justo aquella luz que dibujaba los cerros cuando un grupo de aves remontaban vuelo debajo de una laguna blanquecina donde habitan flamencos, quiso que así sea.

9

Cuando finalmente llegamos al puesto de frontera chileno, el día comenzó a apagarse y el viento frío nos recordó que teníamos que buscar algún lugar donde pasar la noche. Esta vez no fue necesario recurrir a ningún arbusto, los carabineros nos ofrecieron un cuarto donde dormir calentitos y la carpa pudo tomarse un pequeño descanso. Nos despertamos temprano decididos, después de 4 días, a finalizar con el paso Roballos. Si bien al principio un gran valle de viento en contra nos hizo la marcha lenta, fue cuestión de algunos kilómetros para que la montaña despliegue su despedida. Atravesamos el Valle Chacabuco pedaleando rápido entre bajadas de ripio que nos impulsaban, sin mucho esfuerzo, hacia la próxima subida en una continua montaña rusa con la que además de divertirnos, descontamos kilómetros casi sin darnos cuenta. Hasta que ellos se cruzaron en el camino y nos obligaron a frenar. No era sorprendente verlos. Estábamos acostumbrados a que nos acompañen desde lejos, curiosos y siempre alertas. Lo que nos pareció extraño fue su comportamiento. Mientras avanzábamos despacio, nos miraban sin moverse, no corrían, no escapaban, era un grupo de guanacos como tantos otros con los que nos cruzábamos cotidianamente. No nos tenían miedo y eso, sin dudas, no era algo habitual. Seguimos pedaleando lento sin entender qué era lo que pasaba. Esperábamos la estampida, la huida en masa, el alerta de peligro, sin embargo la realidad nos demostraba algo muy distinto, ellos eran cada vez mas y no parecían advertir en nosotros ningún tipo de amenaza. Paramos y bajamos de las bicis para comprobar que la lógica se había dado vuelta por completo, porque los únicos tensos y nerviosos en todo aquel extenso valle éramos nosotros dos. Nos movíamos pausado y con calma, estábamos rodeados por cientos de guanacos que jugaban, pastaban y caminaban junto a nosotros, pero aún no lográbamos asimilar que, por primera vez en mucho tiempo, podíamos acercarnos sin sentirnos invasores. Pasó un rato largo hasta que decidimos continuar y no fue necesario hacer muchos metros para comprender que aquel encuentro no había sido un caso aislado, cruzábamos el Parque Nacional Patagonia y los guanacos reinaban libres aquellas tierras.

10

Después de 4 días finalmente nos topamos con la carretera Austral en el punto exacto donde confluyen el río Baker y el Chacabuco. Y tal vez porque el agua pasaba esmeralda y a borbotones entre las montañas, o porque la luz del atardecer atino a salir en el instante exacto, Javi me miró como siempre con la sonrisa inevitable de lo vivido y yo pude sentir que también nosotros sin dudas, estábamos volviendo a ser un poquito más libres.