por Marisol López
fotos Javier Rasetti
Voy a hablarles de un lugar que no existe, y lo haré despreocupadamente, sin calcular ventajas o desventajas literarias. Voy a contarles la historia de un paso donde el único camino posible es invisible al ojo humano, porque se va construyendo metro a metro a medida que se lo recorre. Voy a tomarme libertades necesarias, absurdas e incoherentes, como: la voz ronca y erudita de un bosque generando opiniones o la picadura mortal de una araña que se volvió alacrán. Voy a tener que hacerlo…tomarme el atrevimiento de pasearlos por un mundo que no existe. Al terminar, antes de posar mi dedo en el punto final que defina el relato, voy a buscar en el espacio en blanco, su mirada incrédula, expectante o acusadora, para asegurarles de frente y sin rodeos que yo, una vez estuve ahí.
El camino invisible
Mientras hablaba, levantó la mano y apuntó hacia uno y otro lado, completamente indiferente a nuestras miradas que atentas desde el otro lado del escritorio, seguían cada uno de sus movimientos, buscando en ellos alguna señal decisiva, tal vez el sonido de un martillo determinando una sentencia.
«El puesto de gendarmería está justo del otro lado, por ahí, en línea recta, pero la verdad es que yo nunca fui. La mayoría de los que vienen así como ustedes, intentan cruzar pero después se pierden y tienen que volver.»
Nunca le preguntamos su nombre, era el carabinero de turno la tarde en que llegamos al puesto Chileno del Paso Mayer y, su actitud desinteresada ante todas nuestras dudas e inquietudes sobre aquel camino misterioso, nos hizo comprender de inmediato que Mayer era un paso muy distinto a lo que estábamos acostumbrados. Aún no lográbamos deducir qué tipo de dificultades nos esperaban, pero la sensación era clara e intensa, sea cual sea, nos iba a correr los límites.
Al día siguiente, la mañana despertó nublada y fría. Aún entredormida estiré los brazos por fuera de la bolsa de pluma, y me llevé las manos a la cara. El tacto era áspero, pero eso no me resultó extraño. Acaricie mis labios paspados y subí un poco más hasta llegar a los ojos para frotarlos con fuerza – despertáte Sol, despertáte – repetí para mis adentros batiéndome a duelo con los sueños.
«¿Todavía seguís medio dormida, no?» – me pregunto Javi mientras estábamos parados en la entrada del puesto de carabineros con las bicis cargadas y dos mochilas grandes sobre la espalda. Recién cuando me hizo esa pregunta pude volver a la realidad. Aquella otra parte de mí, mecánica e inconsciente, me había hecho el favor de trasladarme hasta el lugar en donde me encontraba y entendí que ya era hora de hacerme cargo. Abrí grande los ojos y miré por primera vez, lo que no esperaba más adelante:
A lo ancho y largo de todo lo que nos rodeaba se extendía el colosal cause de un río que no era uno sino miles de pequeños y serpenteantes brazos de él. Quise decir algo pero el viento frío me seco la boca que aún permanecía entreabierta, y las palabras quedaron mudas. Estábamos frente a un camino invisible, trazado por ingenieros sencillos y anónimos, que habían ganado sus títulos a costa de pieles curtidas y arreo de animales.
«Hay un puente de un baqueano. Van a tener que encontrarlo, el rio está muy crecido y ese puente es la única forma que tienen de cruzar.» Esa había sido la última información del carabinero antes de despedirnos, y aquellas palabras no cesaban de reproducirse en nuestras mentes, mientras la vista buscaba algún indicio, huella, minúscula pista, que nos permita descifrar la dirección que debían tomar los primeros pasos. Nada apareció y tuvimos que actuar: nos sacamos las botas y avanzamos descalzos, guiados por una capacidad que había pasado inadvertida a lo largo de nuestras vidas, pero que en ese momento se volvió una herramienta vital para poder continuar, la ilimitada capacidad de la intuición. Al principio, el caminar fue torpe y lento, el tacto frío del agua, la piedras hundiéndose en las plantas de los pies y la inquietante sensación de ir construyendo el camino en cada nueva huella que dejábamos, nos volvía precavidos e indecisos.
«Por acá, Sol, vamos por la izquierda, intentemos subir y agarrar por el bosque», Javi me hablaba con el agua lodosa tapándole las piernas hasta las rodillas, mientras avanzaba concentrado, analizando el terreno, con la vista atenta en el presente inmediato y los obstáculos a atravesar, pero con la preocupación y la curiosidad intentando anticiparse a lo que vendría más adelante. Así fue como de a poco dejamos atrás el lecho del río para encaminarnos hacia un horizonte de Mallín, donde la marcha se tornó aún más lenta y difícil. La superficie tenía una apariencia de pastos verdes e indefensos, pero bastó con hacer algunos pocos metros para que el terreno se vuelva una especie de arena movediza de barro que nos succionaba con fuerza, transformando cada movimiento en una lucha agotadora.
Tiramos las bicis donde pudimos, y nos separamos en distintas direcciones con el objetivo de encontrar la manera de sortear el Mallín y descubrir alguna otra alternativa de itinerario posible. Y en ese momento fue cuando las líneas del mapa que íbamos trazando se detuvieron de golpe y enloquecieron, creando dibujos incomprensibles que daban vueltas sin sentido de un lado a otro, volviendo la cartografía de nuestro recorrido un disparate de líneas hacia ningún parte.
Después de varias idas y vueltas, trepé entre árboles por una lomada y encontré un rancho deshabitado del que salía una senda que subía en dirección al bosque. Corrí, corrí muy fuerte por ella, con la mirada ansiosa e inquieta de haberla encontrado, deseando profundamente que siga, que no se termine, que sea más que huella, que se vuelva la oportunidad que necesitábamos. Llegué agitada hasta toparme con el bosque donde la senda se volvía más fina y menos perceptible, volví sobre mis pasos y corrí nuevamente pero esta vez en dirección opuesta para buscar a Javi y mostrarle la posibilidad de que la líneas del mapa vuelvan a retomar su rumbo.
Fuimos a buscar las bicis, nos pusimos las botas, y tomamos el camino que finalmente nos internaría en el bosque.
Relato de un bosque
La ilusión que nos conquistó el cuerpo cuando encontramos el sendero, se esfumó rápidamente apenas recorrer los primeros metros de aquel bosque. Estábamos envueltos en una espesura verde y frondosa. La luz del día se había vuelto tenue y selectiva, iluminando sólo los sectores que esa inmensa arboleda se lo permitía, y dejando todo el resto bajo sombra y humedad.
«Se terminó el camino Sol», dijo Javi. No fueron palabra dichas a la ligera, antes de que se tome el derecho de pronunciarlas, habíamos realizado un rastrillaje exhaustivo del terreno, llegando una vez más a la única y repetida conclusión con la que habíamos partido y que al parecer nos estaba costando asimilar: en Mayer no hay camino.
Miramos el bosque inquietos, era hermoso y agresivo, me lo transmitían la forma de sus plantas silvestres, las ramas bajas tapando el paso, sus raíces deformes cubriendo todo el suelo. Era uno de esos bosques que inspiran respeto, un rebelde, un ermitaño, un salvaje. «Quizás nos ayude» – le dije a Javi con la mirada hacia arriba apuntando a la copa de un árbol, mientras internamente un deseo ridículo se apoderaba de mis ideas. Ojalá, ojalá pudiera saber de qué forma nos está viendo el a nosotros ahora:
Primero apareció el hombre. Venía algo transpirado y con la mirada alerta. Llegó hasta el tronco de un árbol para apoyar su bici, volvió sobre sus pasos y dio un grito fuerte que me agarró algo desprevenido:-» ¡¡¡Sooool!! «. Al otro lado, abriéndose entre ramas y árboles, una voz de mujer le respondió de inmediato -» Sí, acá Javi… ya voy, ya voy!» . Ambos se movían muy despacio, controlando cada paso que daban como si algo crucial pudiera definirse en ello. Mientras caminaban, no apartaban su mirada de mí, estudiándome minuciosamente de arriba a abajo y de uno a otro lado, con sus ojos grande y abiertos. Por alguna razón yo los ponía nerviosos, era evidente, me tenían un respeto inesperado que hasta llegaba a resultarme algo exagerado y gracioso. Se detuvieron y charlaron. Intenté descubrir qué edad tendrían, parecían jóvenes, pero algunas arrugas en su frente y al costado de los ojos no me dejaban definirlo con exactitud. Los había visto de todas las formas: gordos, altos, musculosos, de edades y colores, pero ninguno de esos factores me parecía relevante. Siempre me habían generado ese inevitable sentimiento de compasión. No debería ser fácil tener la responsabilidad de una vida tan corta… 80 o 90 años con suerte. Por eso, intentaba no juzgarlos, aunque no lograra entender la dualidad de sus actos y esa continua contradicción que los caracterizaba y los hacía llamarse humanos. Tenían miedo, un miedo atroz que los volvía vulnerables y tontos, que los apartaba de las cosas simples y reales para llenarlos de trivialidades innecesarias. Yo creo que le temían a la muerte, a sentirse débiles o vulnerables, por eso necesitaban la arrogancia, llamar la atención sin importar el costo, gritarle al mundo de lo que son capaces haciendo un esfuerzo desmedido por mantener posturas que sólo ellos llegaban a comprender. Yo los veía como pequeños brotes, con apenas unos cuantos siglos en el planeta, creciendo muy lentamente. Unos pequeños y complejos brotes a los que les faltaba más experiencia para lograr entender el lugar que ocupan y, a los que les quedaba un largo camino para llegar a sentirse en paz.
«¿Y si seguimos por acá, parece que hay una huella marcada después del río? Qué pensás vos?», le decía a Javi relajada, queriendo ocultar los nervios que se acumulaban en el estómago. Eran las 3 de la tarde y ya habían pasado más de 6 horas desde que habíamos salido del puesto de Carabineros. El avance se hacía cada vez más complejo.
Apoyamos las bicis prestando mucha atención al lugar exacto donde las dejábamos y nos fuimos a buscar opción que nos permita continuar. Después de cruzar varios ríos, seguimos algunas huellas de animales esperando que puedan aportarnos una dirección más concreta del rumbo, pero tampoco funcionó. Estábamos perdidos, dábamos vueltas sin sentido, seguíamos insistiendo, yendo y viniendo de uno a otro lado, pero el tiempo pasaba sin encontrar soluciones. La preocupación se incrementaba y el puente parecía una fantasía inalcanzable. Llegamos hasta un nuevo río y mientras yo me sacaba las botas para cruzar, Javi dio tres saltos rápidos y llegó al otro lado.
«Voy a ver más adelante. Ya vuelvo», me gritó y se alejó corriendo.
Apenas lo vi desaparecer empecé a desatarme los cordones con mayor prisa. No me gustaba la idea de separarnos demasiado, perderse en ese lugar era mucho más probable de lo que estábamos acostumbrados y teníamos que tener cuidado de no confiarnos más de la cuenta. Javi no lo vio así. Terminé de cruzar el río, lo espere un rato largo y no apareció. Intenté calmarme, convencerme de que llegaría en cualquier momento y aguardé un rato más. Después de 40 minutos, él seguía sin volver. Me puse a gritar pero nadie me respondió, sólo se escuchaba el sonido del río y las ramas de los árboles sacudiéndose por el viento. Un escalofrío penetrante me recorrió el cuerpo erizándome la piel. Caminé hacia donde lo había visto alejarse y seguí la dirección que me pareció más probable. Grité más alto, tomé el silbato de la mochila y lo soplé con fuerza, y seguí gritando:- «Javiii…». El sonido del bosque me resultó aterrador, no sabía qué hacer. Mi cabeza no dejaba de sacar hipótesis: Y si se perdió?, y si esta lastimado?. Tenía miedo, un miedo distinto al habitual porque era mucho más real y concreto. Intenté recordar exactamente sus últimas palabras: «Ya vuelvo».
Nuestro destino podía llegar a cambiar a partir de esa frase. Estaba enojada con él, hablaba sola y en voz alta «cuando vuelva lo mato, cómo me va a hacer esto”: El sonido de mi voz se percibía pequeño e insignificante. ¿Y si no vuelve?, y si realmente le pasó algo? Corrí, corrí hacia ningún lado y grité en un aullido desesperado «Javiiiiii…»
Del otro lado, finalmente apareció su voz:-«Sol, acá estoy», venía apurado y sonriente. Se acercó y con los ojos brillantes y una sonrisa amplia me informó:-«Encontré el puente». Yo no sabía si pegarle, abrazarlo hasta que anochezca o dejarme desvanecer para que comprenda el susto que me había hecho pasar. :-«Perdón. ¿Estabas preocupada no?, pero lo encontré, encontré el puente Sol». Tardé unos minutos en terminar de ahuyentar los fantasmas que me habían gobernado el cuerpo y finalmente lo abrace, feliz de tenerlo conmigo y de que haya podido encontrar el puente.
Mientras regresábamos rápido a buscar nuestras bicis, Javi no dejó de hablar:-«Tuve la seguridad de que lo iba a encontrar, no me preguntés por qué, pero lo sabía, y cuando lo vi no lo podía creer. Igual, mirá que está lejos y hay que atravesar un bosque achaparrado bastante inaccesible para las bicicletas. Pero está ahí, de alguna forma tenemos que llegar…»
A partir de que tomamos las bicis y conseguimos retomar el rumbo hacia el puente, los pasos modificaron su actitud y se volvieron firmes y decididos, bajando y subiendo montañas por rocas y pedregales, atravesando bosques achaparrados, bajos e impenetrables, sin que el cansancio o los obstáculos pudieran resultar un limitante. Íbamos movilizados por el motor más grande que puede darte cualquier aventura que emprendas, la posibilidad de alcanzar el objetivo, la arrolladora emoción de volverla realidad.
Javi iba por delante abriendo paso. Hizo los últimos metros de bosque hasta llegar a un precipicio, paró de golpe y señaló hacia el rio sin poder disimular el entusiasmo:- «¿Lo ves? Ahí está, llegamos al puente, Sol!!». Con el cuerpo cubierto de pinches y moretones, me acerqué ansiosa para poder mirarlo por primera vez. Estaba lejos y apenas lo llegaba a distinguir. Tenía el aspecto de un hilo frágil y enclenque, flotando en la inmensidad de la naturaleza. Era el único vestigio del hombre en El Paso Mayer y resistía colgado, meciéndose de un lado al otro, los embates del viento. Fueron apenas unos pocos minutos los que permanecimos parados observándolo, pero fueron los suficientes para que los latidos atenúen su marcha y la inquietud que nos había llevado a las corridas hasta aquel lugar le de paso a la emoción.
«Llegamos Javi! Por fin llegamos!!!»
*continúa en revista 48