El hombre animal
por Andrés Calla y Jimena Sánchez
El margen oeste del lago es la más agreste. El coihue, la lenga, el ñire y el arrayán son los verdaderos dueños de estas tierras. Todavía se pueden ver las casas de aquellos pobladores que viven desde mucho antes de la creación del Parque Nacional. Son hogares humildes, con techos y paredes de madera nativa, gallinas en corrales y algún que otro molino de viento que quedó relegado del tiempo.
Chequeamos el pronóstico y es poco alentador: en tres días se cae el cielo y se vuela todo. Pero ese mal clima no va a durar un día o dos, sino seis. Ergo: debemos llegar a Bahía López en tres días porque en la cuenta de comida, el saldo es negativo.
El Blest es el brazo del Nahuel Huapi que más promete. Es un lugar turístico visitado por miles de personas al año que lo navegan en catamaranes y barcos, y que conecta Argentina con Chile. Para nosotros es una garganta de 15 km de largo. Las condiciones ideales para remarlo de ida son dos: sin viento (tranquilidad absoluta, avanzaríamos a nuestro ritmo) o viento leve del este (un empujón de atrás, avanzaríamos un poquito más rápido)
A medida que nos vamos acercando a su boca todo se complica. Hacemos una parada en la isla Centinela para un segundo desayuno. En este islote de 250 metros de largo y 100 de ancho, descansan los restos de Pascasio Moreno, el explorador, geógrafo y político más importante de la década del 80 en Argentina. Mientras preparo avena con nueces, Andrés sale a fotografiar la isla. Llega hasta el extremo opuesto desde donde puede ver al profundo Blest y vuelve con un pronóstico extendido:
-Podés creer que está entrando viento del oeste…
-¿Cómo la ves?
-Y… está picado…
-No quiero pasar otra vez por lo de Dina Huapi. Si lo ves bien, vamos y si no, cruzamos a la playa de enfrente y nos quedamos.
-No, dale, comamos y sigamos.
Dos días atrás, remando con lago planchado, Andrés me confiesa que estaba algo aburrido, que él había ido a buscar aventura y que los días, hasta ahora, habían sido muy tranquilos. Poco viento en contra, poco viento a favor.
-Tené cuidado que la última vez que dijiste algo parecido te diste un palo con la bicicleta en San Luis.
Y agregó con tono mitad chiste, mitad en serio:
-Guarda con lo que decís porque acá no estás solo. Yo no vine a buscar más aventura que ésta, así que tené cuidado con las palabras que usás porque lo que pidas lo vamos a vivir los dos.
Al salir del reparo de la isla Centinela casi se nos vuela el alma. Estábamos en el lugar más complejo del lago, donde no debía soplar viento y donde las olas eran sinónimo de quilombo. Pero en lugar de desesperarme como aquella vez en Dina Huapi, me dije: vos podés, ¿vos querías aventura? ¡Acá la tenés!
Empezamos a remar con fuerza y constancia para no perder el ritmo, pero yo me quedé muy atrás. Andrés me saca mucha ventaja y el viento se pone peor… acá no la puedo cagar. Lee mi mente a distancia, y frena, saca su remolcador para ir juntos y cerca, otra vez.
Vamos avanzando a paso de babosa, frenando en pequeñas bahías para aflojar los músculos y la tensión, que sabe a agua dulce de glaciar. La realidad es que no sabemos con qué nos vamos a encontrar a medida que vamos avanzando.
¿Habrá un paredón? ¿Habrá una playa? ¿Habrá piedras? ¿Podremos parar? ¿Cómo pegarán las olas?
Lo que venía después no estaba en los planes: 2 km eternos de paredones de piedra y el catamarán que navega el brazo Blest, del lado de enfrente. Ahora no sólo tenemos olas de frente sino también del lado del paredón y del lado del catamarán.
3-O-L-A-S.
De diferente altura y dirección. Veo cómo la proa del kayak de Andrés sube dos metros y rebota en el agua, y él a veces no alcanza a verme, también por las olas. Debo estar atenta al cabo del remolque porque si se engancha con algo, corremos el riesgo de caernos al agua.
Y Andrés me pregunta cómo estoy, y no sé qué responderle.
Tengo miedo.
El paredón no termina más.
Y la playa no llega más.
Y todo pasa lento.
Y se me viene un recuerdo absurdo a la cabeza: la primera vez que hice kayak en México con mi papá. El mar estaba tranquilo y los dos remábamos en un kayak doble de plástico. Entrábamos al mar cortando la ola y lo estábamos haciendo bien, pero cuando quisimos doblar, vino una ola y nos dimos vuelta. De repente me encontré abajo del agua, con los ojos abiertos hacia la playa y el kayak como sombrero. Empecé a preocuparme: ¿dónde está papá? ¿Dónde está Papá? Y cuando salí a la superficie, lo vi y respiré profundo y…
¿¡Qué carajo hago pensando en eso!?
Vuelvo al Nahuel, y Andrés me pega otro grito:
-¿Cómo estás?
-Bien, ¡¡Pero quiero costa!!
-¡Yo También!
Y aparece una playa a la derecha, pero si entramos con esta ola seguro nos tumba. Entonces seguimos remando para que esa ola nos empuje de atrás. Y llegamos. Y me tiembla todo el esqueleto. Y a Andrés, después de tanto remolcarme, le duele el hombro derecho.
Bingo.
FOTOS
Nos quedamos en la costa a descansar, esperando que el caos se calme de una vez. Hace frío y hay muy poco sol, mala combinación. Andrés me confiesa que su decisión de salir de la isla Centinela no fue buena. Que nos deberíamos haber quedado, que nos arriesgamos sin sentido. Y le respondo: vos querías aventura. Casualidad o palabras que crean realidad.
Dos horas después, el lago se plancha. Maldito lago, maldito Eolo. Me acuerdo de Nahuelito, esa supuesta criatura acuática desconocida que, según la creencia popular, habita en esta inmensidad de origen glaciar. Al único ser al que hay que temerle en la Patagonia es al dios del viento que se encabrona y ralentiza a los seres humanos que buscan romper cadenas y sumergirse en lo desconocido.
Salimos.
Y el sol nos calma el pulso.
Y aparece Prefectura arriba de un gomón.
Y nos pregunta si estamos bien.
Y llegamos a la cascada del arroyo Blanco.
Y sentimos que todo el esfuerzo valió la pena.
Al otro día nos levantamos bien temprano. Son las 6 de la mañana y el sol aún no salió. Las botas de neoprene, las calzas, las remeras, están húmedas. Nos duelen los huesos cuando nos metemos en el agua y empezamos a remar. Hasta nos ponemos guantes, pero las manos tardan en entrar en calor y los pies… ni pensemos en los pies: son dos icebergs.
Llegamos a puerto Blest, un pequeño embarcadero anclado en una bahía de arena volcánica con los cerros Esperanza y Tres Hermanas, escoltándola. Es un paraíso en el corazón de la Cordillera de los Andes que esconde a la selva Valdiviana, uno de los lugares más lluviosos de Argentina (3 mil mm de precipitación anual). Cohiues y alerces gigantes, arbustos bajos y verdes, lianas y enredaderas son los tesoros que encuentran los aventureros que se animan a explorarla.
Puerto Blest sirvió de puerta de entrada al lago Nahuel Huapi desde Chile. Desde 1620 los militares usaron este paso en búsqueda de indígenas esclavos. Lo cruzaron misioneros, viajeros y colonos y fue un punto estratégico dentro de la Campaña del Desierto. Las huellas de la historia no sólo están en la tierra, también se ven en el agua.
No nos queremos demorar mucho más en salir. Vemos una ráfaga bien al fondo, entrando en el este y al rato, otra vez, viento en contra. Estamos cansados, el cuerpo está cansado. Ni bien salimos del brazo Blest, la cosa cambia. El lago nos guiña el ojo y se aquieta…se vuelve mudo. Con su mano derecha entramos en el último brazo de esta larga aventura.
El brazo Tristeza tiene cascadas, pero no vemos ni una. Abril no es un mes de agua y las pocas lluvias de verano no hicieron brotar ni siquiera un chorrillo. Quizás por eso se llama Tristeza…sus lágrimas tienen caída libre. Son 14 km tallados por la naturaleza. Es angosto, prístino, salvaje, y está enmarcado por los cerros López y Capilla. Ahí vamos nosotros, entre paladas de pensamientos. No queremos bajarnos del kayak ni que la travesía se termine pero el reloj anuncia que en 24 horas llegaremos al km 0 de esta larga aventura.
A la mañana siguiente ordenamos por última vez el equipo, tomamos el último mate sobre la costa, apoyamos por última vez las manos sobre el agua, y remamos por última vez las aguas del Nahuel. Nadie dijo que la salida iba a ser fácil. Faltaba una prueba más.
La entrada y salida del brazo en días de viento es complicada: se juntan los vientos de tres grandes regiones del lago y se suma la pared del cerro López donde esos mismos vientos rebotan. Las olas, también. Viniendo del sudoeste, los últimos mil metros pueden volverse tu peor enemigo, Sólo hay paredes de roca y nada más.
Ahí estamos nosotros con viento a favor, el que tanto pedía Andrés, pero en el peor lugar del lago. Encima de todo, con ola de atrás, esa que no te da tiempo a enderezar el kayak porque te mueve de un lado a otro, esa que en días rabiosos te puede desestabilizar y plaf!, al agua, esa que existe para una cosa: molestar.
No hay palabras para describir cómo se mueve el kayak. Dina Huapi no fue nada, menos lo fue Blest. Las olas son enormes, están más altas que nunca. El rebote en el paredón es abismal, no me da ni la velocidad de los brazos ni los movimientos del pie sobre los pedales del timón para lograr que al menos un segundo el kayak quede derecho. Andrés está cerca mío intentando seguir adelante pero creo que ninguno de los dos se esperaba ésto. La despedida del Nahuel es como él: violenta, desordenada y al límite.
Hay que llegar a esa punta, doblar y entrar en bahía López. Pero otra vez, como tantas veces, esa punta no llega. El paredón se hace eterno. El pulso cardíaco se acelera por demás por la ansiedad de llegar.
Pero llegamos.
Y gritamos de la alegría.
Porque lo hicimos. Y lo hicimos bien.
Y los ojos empiezan a brillar.
Y las lágrimas se entremezclan con el agua.
Y es en ese instante donde lo natural y lo humano, se hermanan.
Huapi, en idioma mapuche, significa isla, tierra aislada por ríos o quebradas. Nahuel quiere decir tigre, pero algunos dicen que en realidad significa «hombre transformado en tigre». La raíz «na» remite a saber y «Nahual» al conocimiento de las cosas secretas de la naturaleza.
En el lago Nahuel Huapi fuimos testigos, aprendimos a observar la naturaleza y a oír sus mensajes ocultos. A veces, nos sentimos una pieza más de la Madre Tierra…y es que lo somos, pero casi siempre lo olvidamos. Nos sentimos como esos antiguos exploradores que leían el agua y las nubes para zarpar o arribar. Nos sentimos solos, como nunca antes. Nos sentimos héroes y humanos al mismo tiempo. Nos sentimos tan frágiles como el cristal. Tuvimos miedo. Reímos y lloramos de adrenalina. Peleamos con el agua y con nosotros mismos.
Después de 16 días, conquistamos nuestros límites. El sabor es dulce y frío como las aguas inmensas y cristalinas del cuarto lago más grande de Argentina.
Nahuel Huapi, ya sos parte de nuestra historia.