Mountain Bike

Paso Portezuelo de la Divisoria

octubre 4, 2017 — by Andar Extremo

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Mountain Bike

Paso Portezuelo de la Divisoria

octubre 4, 2017 — by Andar Extremo

En el proyecto 43 Cruces de Los Andes en bici entre Argentina y Chile, esta vez, Javier Rasetti y Marisol López, nos cuentan la experiencia del séptimo cruce Paso Portezuelo entre El Chaltén y Villa O’Higgins. Con ustedes, la emoción y la aventura en un recorrido inolvidable. Nota en la Revista Andar extremo n° 46

Por Marisol López fotos: Javier Rasetti

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Una pequeña senda de barro y raíces sube en medio del bosque. Un mosquito se posa en la frente pero las manos están ocupadas empujando, intentando ayudar al resto del cuerpo que, aunque parezca algo chico y flacucho, siempre saca fuerzas de algún rincón terriblemente testarudo y empecinado que me permite dar otro paso más. Y el mosquito? que pique nomás, ahora estoy ocupada.
Arriba me espera Javi que saca fotos y se ríe. “Vamos Sol, dale!!”, me dijo, y seguí empujando concentrada y contenta porque sé que mientras bajo la mirada, mientras los pies avanzan un poco más y la transpiración me cubre la cara, Javi me sigue mirando sonriente y seguro de que voy a llegar.
Se llama Paso Portezuelo de la Divisoria, pero pocos saben su nombre real dado que se lo conoce como el cruce O’Higgins. Une el pueblo del Chaltén en Argentina con el de Villa O’Higgins, en Chile, y para poder realizarlo hay que cruzar dos lagos y hacer un trekking de 8km por el bosque.
Eran pasadas las 12 del mediodía cuando salimos de El Chaltén rumbo al Lago del Desierto, y la balsa que nos cruzaba a la punta norte del lago salía a las 16.30hs. Teníamos 38 km de ripio por delante y cuatro horas para llegar. «Hay que pedalear, si pedaleamos llegamos… como vos quieras, Sol». Sabía a qué se refería Javi cuando decía «Hay que pedalear», con los ojos que saltaban del entusiasmo. Definitivamente, había que intentarlo. «Lleguemos a la balsa», fue la única respuesta que se me ocurrió darle. A partir de ese momento, nos subimos a las bicis y como si con el hecho de decirlo se activaran los mecanismos de nuestros motorcitos internos, nos fuimos alejando mucho más rápido de lo que hubiéramos imaginado.

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Atrás quedaban 15 días que particularmente me marcaron profundo, en los que tuve la posibilidad de caminar aquellas montañas con mi papá después de un año de tener que nombrar la palabra cáncer más veces de lo que hubiéramos querido. Mientras un aparato de rayos, el cuerpo y el miedo a la pérdida, se transformaban en una de aquellas imágenes que congelaban el tiempo, mi papá se paraba firme y con las manos en los bolsillos por el frío, estiraba el cuello y sonreía como un nene, con una sonrisa eterna de ojos brillantes mirando un glaciar… yo me la guardaba bien adentro por el resto de mi vida.
Atrás también quedaba una casa que se iba levantando entre ladrillos, cemento, cal y todo el amor inabarcable de dos padres por su hija, de una pareja construyendo una vida juntos, de una nena dulce y hermosa soñando con una habitación del color de las jirafas, y de una amistad que me hace decir gracias en voz baja, mientras escribo.
Disfrutar de mi papá en uno de sus rincones del mundo favoritos, luego de un año difícil de estar peleando contra el cáncer, fue maravilloso.
Poder ser parte y testigo de un momento tan importante en la vida de Evan, mi gran amiga, mientras se hacía su casita en El Chaltén, también se habían convertido en parte de este viaje…de estos Andes en bici que no paran de movilizarnos y regalarnos oportunidades.

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Eran las 16.15 cuando llegamos al Lago del Desierto muy sonrientes y cansados, justo a tiempo para tomar la balsa. A partir de ahí, el cruce dejó de ser de dos para multiplicarse por 4. Con Jime y Andrés nos conocemos desde el 2014, la relación primero fue virtual pero, de a poco los caminos, elecciones y visión del mundo empezó a juntarnos, y para cuando nos dimos cuenta ya estábamos ideando viajes grupales. Ellos tenían su proyecto, nosotros el nuestro, y las rutas no coincidían hasta esa tarde en el Lago del Desierto, frente a la balsa que nos llevaría hacia la otra punta donde tendríamos días de risas y recuerdos juntos.
Para llegar a la punta norte, donde se encuentra el puesto de Gendarmería Argentina, se puede optar por dos alternativas: hacerlo en una balsa que demora 40 minutos o, rodear el lago a lo largo de un trekking de 12 km por el bosque. Nuestra primera reacción fue entusiasmarnos con el trekking y descartar la balsa pero apenas nos pusimos a averiguar un poco más, no hubo ninguna persona de las que lo habían recorrido caminando, que nos incentive a ir con las bicis. Según decían, era un sendero exigente con caminos angostos y saltos de agua que lo cruzaban, por lo que las bicis podían llegar a complicar demasiado el avance. Así que después de seguir insistiendo y averiguando un poco más, nos decidimos finalmente a tomar la balsa. Estábamos al principio de la temporada, aún no teníamos experiencia en bosque y aunque sabíamos que no era algo imposible de hacer, de a poco íbamos aprendiendo que la búsqueda del equilibrio trata también de humildad y de aprender a decir que no cuando las condiciones no nos acompañan.

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Por eso es tarde, subimos a la balsa pero, para ser totalmente sinceros, mientras tomábamos un chocolate caliente, cómodos y mirando por la ventana, no pudimos evitar ir con la vista clavada en la costa intentando descubrir por dónde iría el sendero, en qué parte subiría o se pondría intransitable. Era normal y no era la primera ni la última vez que nos pasaba, teníamos la eterna melancolía por lo desconocido.
Yo cortaba la zanahoria en una tablita chiquita y movediza, haciendo todo lo posible para que no termine en el suelo, pero mi esfuerzo al parecer no era suficiente, así que Jime la iba atajando en el aire y la ponía en el sartén. Cocinábamos a dos fuegos, en medio de lengas y ñires, charlando de a ratos, pero con la mirada ausente y las voces sin palabras durante otros, porque atardecía en la Punta norte del Lago del Desierto y cada uno se despedía del Fitz Roy a contraluz y en silencio.
Si hay algo que nos moviliza en esto de andar recorriendo y cruzando la cordillera 43 veces, es todo lo que podemos descubrir y aprender al mismo tiempo. Después de nuestra primera temporada de tres meses en los Andes del norte, sabíamos cómo desenvolvernos en altura, con tormentas eléctricas o aludes. Habíamos perdido el miedo al desierto, la falta de reparo y agua, lo inhóspito de sus distancias. Ahora estábamos en la otra punta del mapa y una vez más nos sentíamos unos novatos frente a una montaña distinta.

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Salimos esa mañana desde el puesto de Gendarmería hacia Candelario Mancilla, con entusiasmo y curiosidad por lo nuevo. Improvisamos un bikepacking casero porque teníamos varias horas de trekking por el bosque con subidas angostas y suponíamos que íbamos a tener que cargar la bici en más de una oportunidad. Vaciamos las alforjas traseras, las pusimos adentro del bolso estanco y cargamos las mochilas con el mayor peso, para que la bici quede más liviana y maniobrable.
El gendarme nos mostró la dirección y fue hacer algunos pasos para que el camino se vuelva una pequeña senda en subida de tierra y raíces. Alrededor nuestro, el bosque se cerró tapando todo el cielo. El mensaje parecía claro: entrábamos en su reino, un reino que nos cargaba de un sentimiento ambiguo e intenso. En aquel túnel de verdes y ramas, nos sentíamos protegidos, como si todo ese frondoso y húmedo bosque estuviera ahí para abrigarnos, repararnos del viento y la lluvia, ofrecernos arroyos de agua y, definitivamente, enamorarnos. Cada uno de los elementos que nos rodeaba era tan perfecto, que la ubicación en tiempo y espacio podían desaparecer, dejándonos hipnotizados y sonrientes.

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«Podemos descubrir y aprender al mismo tiempo»

Si por alguna razón, la senda se perdía o el camino se dividía y no sabíamos por dónde continuar, aquel mundo que nos cobijaba, nos atraparía convirtiéndose en un laberinto. Tal vez por eso habíamos coincidido en tomarnos esos kilómetros con calma, no había por qué apurarnos. Nos encontrábamos en medio de todo lo que habíamos deseado y era nuestra responsabilidad ser conscientes y disfrutarlo.
Subimos con la transpiración pegada al cuerpo, lento y entre risas, porque alguno se quedaba trabado en las raíces y había que rescatarlo, porque mi frente era una roncha enorme de picaduras y porque los músculos, se cansaban de empujar..
Cruzamos un arroyo con cuidado y paciencia, después cruzamos dos, tres, cuatro arroyos más, y lo que había empezado con una revisión minuciosa de cuál sería la mejor forma de vadearlo, se volvió un desparramo de saltos improvisados.

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Jugar
Cuando éramos chicos, no había absolutamente nada que pueda ser más importante. Me recuerdo con mis hermanos comiendo a las apuradas o esperando con impaciencia que se pase la hora de la siesta con el único y fundamental objetivo que movía nuestra pequeña existencia: JUGAR.
Si a los 8 años nos hubieran puesto a los cuatro con nuestras bicis en medio de un bosque, estaba claro en qué hubiéramos ocupado el tiempo. Ahora éramos adultos y hacía rato habíamos decidido tomarnos las cosas importantes con responsabilidad. Teníamos tiempo y un bosque increíble…no había dudas sobre qué era lo que teníamos que hacer: VOLVER A TENER 8 AÑOS.
«huet..huet..huet…huet!!!»

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«Íbamos aprendiendo que la búsqueda del equilibrio trata también de humildad y de aprender a decir no, cuando las condiciones no acompañan»

Apenas lo escuchamos empezamos a buscar por todas partes hasta que apareció. Dio algunos saltitos, de una rama al barro, del barro a un tronco y se acercó a nosotros. huet..huet…siguió insistiendo. Era chiquito, con los ojos grandes y oscuros y no dejaba de repetir su nombre. Nos quedamos quietos para no asustarlo, porque sabíamos que usualmente permanecen escondidos, pero nuestra presencia parecía no importarle demasiado y hasta nos daba la sensación de que era él quien nos estaba observando a nosotros. Qué suerte la nuestra, nos habíamos encontrado con el Huet-Huet más curioso de la Patagonia y había decidido salir a presentarse:
«El Huet-Huet, es un ave de 22cm que habita el bosque andino-patagónico y la selva Valdiviana. Tiene patas bastante largas, adaptadas a la vida en el suelo. Es buen caminador, vuela poco y su coloración mimética lo protege de sus depredadores.»
Dejó que lo grabemos, le saquemos fotos y cuando creyó que ya había hecho lo suficiente, desapareció. Guardamos el equipo y seguimos avanzando felices, con el oído más atento y la sensación de que no sólo el Huet-huet nos estaba observando escondido desde algún rincón.

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Pasaron las horas, el hito no aparecía, y el camino seguía jugando a los obstáculos: por acá un árbol caído, por ahí un mallín con mucho barro. El:-«che no llegamos más!!», de a poco empezó a tomar protagonismo hasta que a lo lejos vimos que el bosque se abría y la luz del sol entraba con fuerza. Llegamos al límite a las 4 de la tarde y a partir de ahí, la posibilidad de subirnos a las bicis.
La sensación de volver a deslizarnos con el vientito pegando en la cara fue extraordinaria, aunque no duró mucho tiempo. Un poco más adelante, Andrés nos esperaba a un costado del camino con uno de los pedales en la mano. Nos faltaban 14 km hasta Candelario Mancilla y tener que llegar caminando cuando podíamos pedalear, era la última opción en la que queríamos pensar. Se pusieron a buscar soluciones hasta que después de intentar y descartar todos los arreglos mecánicos posibles, Andrés la miró a Jime y le dijo -«Vamos a tener que remolcar mi bici con la tuya». Pensamos que era un chiste, pero él no se reía -«Necesitamos una soga o algo con lo que podamos engancharlas», agregó. Cuando nos dimos cuenta, estábamos camino a Candelario Mancilla con Javi y Andrés que habían descubierto en las bajadas y el remolque de bici, un nuevo entretenimiento.
En el instante que lo vimos, tuvimos que respirar profundo y contener el aire por unos segundos: el Lago O’Higgins era de uno de los turquesas más grandes e intensos que hayamos visto antes.
A partir de entonces, una bajada fuerte y larga nos llevó hasta Candelario Mancilla. Pasamos por el retén de carabineros, hicimos los papeles y preguntamos los horarios y días de la balsa que nos tenía que cruzar hasta Villa O’Higgins. «Mañana al mediodía tendría que venir la lancha chica, pero si el tiempo sigue así no creo que cruce, hay viento y el lago esta picado», nos respondió el carabinero.

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José Candelario Mancilla Uribe fue el primer pionero que llegó a poblar la zona en el año 1927 y en su homenaje bautizaron el lugar con su nombre. «Era mi papá», me dijo una anciana bajita, mientras se acercaba para ofrecerme un mate caliente y me señalaba una foto en blanco y negro que colgaba de la pared. La hija y los nietos de Candelario Mancilla son los únicos habitantes de esa zona. Desde que el cruce comenzó a ser transitado, encontraron en el turismo una herramienta más de subsistencia. Aman el lugar donde viven, me lo dijeron con una sonrisa grandota. Si hay algo que aprendí de la gente que vive en la montaña, es la capacidad que tienen de comunicarse con movimientos, gestos o un simple mate.
Al día siguiente la lancha no vino, y eso nos obligó a descansar y disfrutar sin culpas. Javi y Andrés se fueron a pescar mientras nosotras dormimos una larga y reparadora siestita.
Eran las 10 de la mañana y había dos opciones para llegar a Villa O’Higgins: cruzar el lago en una lancha pequeña y mucho más económica que salía al mediodía o, esperar hasta las 6 de la tarde a que la balsa grande vuelva de hacer la visita que ofrecían al glaciar O’Higgins y pagar varios chilenos más. Con Javi no teníamos mucho que pensar, queríamos llegar lo antes posible al pueblo para poder salir a pedalear hacia Mayer, próximo cruce que nos tocaba recorrer. Jime y Andrés estaban con muchas ganas de conocer el glaciar así que nos despedimos con la seguridad de que sería el comienzo de muchos viajes juntos.
Entramos a la lancha y el capitán gritó en voz alta a modo de advertencia:-«¿alguien se portó mal? Porque el lago está enojado. Va a ser un viaje movidito «, pero nadie le dio mucha importancia, al fin de cuentas era un lago, ni el rio, ni el océano…un simple lago de aguas hermosas y transparentes. ¿Qué podía salir mal?
«Quiero llegar…por favor, por favor, por favor…lo único que quiero es pisar tierra firme!» La lancha se levantaba en el aire y caía de punta, golpeando el agua con tanta intensidad que era imposible pensar que esas paredes de fibra pudieran soportarlo mucho más. Nos agarramos de donde podíamos, hicimos chistes ridículos para intentar suavizar el momento, pero la lancha se levantaba y caía una y otra vez provocando un estruendo espantoso.
:-“Ni loca voy a cruzar el Atlántico en velero!!!», le grite a Javi
:-«¿Y cuándo ibas a cruzar el Atlántico en velero Sol?»
:-«Yo que sé, alguna vez en la vida»
Paaaffff!!! La popa de la lancha volvía a golpear con fuerza:-«Ni loca cruzo el Atlántico en velero Javi, ni loca!!».
Después de tres infinitas horas, la lancha se acercó al muelle y pudimos bajar. Me saqué el chaleco salvavidas, pisé suelo con firmeza y miré el lago por última vez antes de salir a pedalear los últimos 8 kilómetros que nos separaban del pueblo «Gracias», le dije por lo bajo para que sólo él pueda escucharme. El hermoso O´Higgins me había dado una anécdota más que recordar.
Qué lindo es pedalear…mis piernas giraban, subiendo y bajando un entretenido camino de ripio que bordeaba la montaña. Antes de llegar al pueblo cruzamos un puente en el que pudimos leer un cartel: «Rio Mayer». Era el primer contacto con lo que estaba por venir y los dos pasamos despacio. Era ancho, oscuro, y las aguas pasaban con fuerza envolviendo todo el lugar con su sonido. Los poco que sabíamos sobre el Paso Mayer era que la dificultad más grande que se no podía presentar, podían ser los ríos que teníamos que vadear, sumado a que no había camino, ni senda marcada. Seguimos pedaleando hasta Villa O´Higgins con la imagen y el sonido de aquel río continuamente presente. Una sensación extraña nos presionaba el pecho… no era algo lógico, ni se podía explicar con palabras, pero se sentía claro e intenso en todo el cuerpo.
Mayer. Iba a ser una nueva e inolvidable historia…

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